El apagón:
Los apagones no son molestos, los apagones son el principio del fin. Ramonet, con el movimiento pendular de la cerviz, resulta en un lúgubre homenaje a Randy (un Randy huérfano sin su Fidel).
Se trata, seguramente, de una puesta en escena. Los dos amigos discuten algo inaudible frente a la plaza de la Revolución, para luego entrar casi tomados de la mano a un recinto de piso refulgente, adornado con plantas. Todo es hermoso, apacible, las preguntas ya se saben. Al anciano le han teñido de caoba el rebelde pelo de la nuca. Al otro, oscuramente vestido, apenas se le nota la panza.
Yo prefiero no escuchar. Me centro en el lenguaje extraverbal, el toque de nariz, el sudorcito que el maquillaje absorbe a toda prisa, los amplios gestos que ponen de relieve la pobre oratoria. A veces el viejo calza con una palabra la incompleta oración del menos viejo, como cuando en los teatros al actor primerizo (o al actor con Alzheimer) se le olvida el bocadillo. La cámara se mueve despacio, encontrando deliciosos ángulos, engolosinada con un brillo mate de la frente o con un rictus de la boca que exaspera.
El contenido no es importante, sólo la forma. La muerte es un hermoso espectáculo si se presenta adecuadamente. No existen protestas sino reclamos. El pueblo es heroico y hay un minuto final de emoción máxima con una musiquita al fondo, y el casi brotar de un orgullo lacrimógeno por el gran ejemplo que somos para el Universo.
Habrá otra entrega, otras. Así Ramonet podrá publicar un libro más con que atizar la gran pira funeraria con que se alumbra la noche espuria del apagón.
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