viernes, 20 de septiembre de 2024

Héctor Giuliano (Piamonte, Italia, 1947)

 

Fue
una lluvia mórbida
sobre la ruta.
Un manto suave,
una atmósfera
blanquecina y vaporosa.
Alborotó
mi corazón
con su enfermedad,
la finura estoica,
la sonrisa acuciada
por las drogas y el dolor.
Erguida
sobre la oscuridad
de las piedras y cenizas.
Erguida.
Pero no todas
fueron albricias.
La amaba en estridente
y sonámbulo,
nunca aquietado,
permitido.
Aunque
cada tanto
mudaba de piel
como algún reptil
que no recuerdo,
olía a whisky y empuñadura,
mediatarde en un vestíbulo
curioso y solitario.
También,
lagartija amada,
de su boca
no salía una palabra
que no fuera
rostro de punta
y avistaje,
se cortaba la cola
y la luz de natura
la regeneraba
con esa conciencia,
esa potestad
que tiene la vida
en el peligro y las trincheras.
Y cada tanto,
parecíamos
dos adversarios,
o mejor, avezados amantes
que se obligan a rozarse
en un ascensor
a 17 pisos
y en subida de a pulgadas.
O como ella
susurraba,
única,
fuimos
miembros de realezas
opuestas
pero cómplices.
Mientras los soldados
morían
por la expansión de los reinos,
por sus sangrientas ambiciones,
nosotros nos abrigábamos
desdichados, pero tranquilos.
Dulces.
Y las gotas
rencorosas
del temporal
jugueteaban en los techos,
nos embarullábamos
en beatificaciones terrestres
y esas cosas
que parecen un tam tam
repetido pero seguro,
inminente,
indiscernible,
sofocante
y sagrado.
Y después de la euforia,
del destello metálico,
las noches en el borde
del terror,
esas sirenas y bocinazos,
los ojos todo decían,
amargos y suspicaces,
como la carestía que acompaña
la guerra y los desfalcos.
Y aparecieron
los ganglios fuera de sí,
y nada oíamos
y nada veíamos,
aturdidos,
perplejos,
a tropiezos y chichones.
No sigo,
el nudo en la garganta,
este usado collar de perlas
que no sé de donde vino
y aprieto en conjuro
y vacío,
y esa ventana cerrada
apenas se van
en el ocaso
que cruje y desenvaina.

- Inédito.

 

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