Primera carta
Nos mudamos. Ahora estamos al norte de la ciudad vieja y el valle se enciende con los fuegos artificiales. Nunca escuché tantos llamados a rezar a la vez: las voces también parpadean al subir y crecen y se enredan como matorrales. La primera noche que dormimos en la casa nueva, soñé con un coro completo de hombres en zancos, como en el auditorio de mi secundaria. Yo miraba desde el público. Eran cientos. Cada cierto tiempo, echaban a una fila de cantantes (yo sabía que no se iban, sino que los echaban) y se bajaban de los zancos hasta que no quedaba ninguno. El silencio, y no el ruido, fue lo que me despertó. En el Hotel Jerusalén, entre parras y humo de narguile y las piernas extendidas y bronceadas de unas holandesas que trabajaban para alguna ONG, un amigo de un amigo de un amigo, que es de Nablus, me habló largamente de su nostalgia por Texas. Como muchos hombres jóvenes de acá, era fornido y amable, el típico cancherito que se agarra a trompadas y que tiene fotos de sus sobrinitas en el celular. Me pidió que pronunciara palabras en español, y me miró la boca muy atentamente. Un poco entonado, habló de su exnovia de Houston; habían estado juntos toda la carrera de ciencias de la computación, y cuando él volvió a Palestina se prometieron no hablar más, para hacer más fáciles las cosas, para poder olvidarse. Funcionó, me dijo, nos olvidamos. Cuando te enamorás de alguien en un lugar donde sos extranjero, me dijo, esa persona se vuelve todo para vos, tu mamá, tu hermana, tu familia, ¿viste?, y tu amante también. Después, cuando volvimos a casa, le conté a S; S., que últimamente me mira a los ojos menos que de costumbre, pero que entierra la cara en mi pelo cuando se apaga la luz. Hoy me tomé el micro a Ramallah y por un instante, en la sección de la autopista entre el revoltijo que es el centro de Jerusalén y el barrio de Beit Hanina, fue como si nunca lo hubiera visto, ni la ruta, ni los edificios blancos como huesos que se levantan a los costados de la autopista, ni las cuatro ovejas de plástico de tamaño natural (no sé, no me preguntes) ordenadas según criterios simbólicos tan importantes como inescrutables en una parte de la banquina donde crece el pasto. Me concentré, entonces, en la mano del chofer, que claramente había aprendido a diferenciar al tacto las monedas y por eso no tenía que mirar las ranuras de metal donde las iba depositando. En la mano que temblaba sobre la palanca de cambio que vibraba a la espera de que cambiara el semáforo. En la calma con que hacía pasar el micro a centímetros de un camión gigantesco con acoplado, porque había aprendido, además, a acercarse sin hacer ningún daño. Después fui a una reunión de cuáqueros, donde me puse a llorar no bien empezó (como siempre me pasa) y luego me dormí. Después tomé el té con una canadiense muy dicharachera que se llamaba Cheryl, y con una chica de Estados Unidos de expresión vivaz, Janie o Jennie, que era capaz de transmitir infinitos matices de entusiasmo con las cejas. No quería hablar de este lugar con ella, y a veces no quiero hablar al respecto con nadie, porque no puedo evitar que se me contraiga el estómago, pero le debo tener un poco de cariño porque me dan ganas de sacármelo de encima con las dos manos. Las casas baratas de piedra colocadas sobre la tierra como legos, la luz del sol como un objeto sólido cayendo sobre ellas, ¿y alguien te contó alguna vez que los olivos crecen en todas partes, pero en todas partes? Arriba y abajo de los montes, entre las casas, contra la pared –después de todo, hermosos no por raros; y, después de todo, mitificados hasta hacerlos polvo aunque no por ser hermosos–, pero ¿por qué, por qué más? Tarea: geografía. El fin de semana, nos tragamos la borra del café en uno de esos bares sólo para hombres llenos de humo, compramos fetas de pavo para un gatito del tamaño de una mano mía y adquirimos una guitarra, que él rasguea tentativamente por las noches, con temor y fascinación, de repente abatido como un nene: “No sé nada”.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
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