Carta a un arqueólogo
Ciudadano, enemigo, nene de mamá, lacra, mendigo, cerdo, refujudío, verrucht; un cuero cabelludo escaldado con agua hirviendo tantas veces que el mísero cerebro parece totalmente cocinado. Así es, hemos vivido aquí: en este basural de cemento, ladrillos y madera en que ahora has venido a excavar. Todos nuestros alambres y cables se cruzaron, se cubrieron de púas, se enmarañaron o formaron una malla. Además: a pesar de que a nuestras mujeres no las quisimos, ellas concibieron igual. Resuena con estrépito el sonido del pico que hiere hierro muerto; aun así, es más suave que lo que nos dijeron o dijimos nosotros. ¡Forastero! Movete con cuidado a través de esta carroña nuestra: aquello que parece ser carroña a tus ojos es para nuestras células la libertad. Dejá nuestros nombres tranquilos. No reconstruyas esas vocales, consonantes, etcétera: no van a sonar como alondras, sino como un sabueso demente, cuyas fauces se devoran sus propias huellas y heces, y ladran.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
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