Las cartas de amor de mi abuela
No hay más estrellas esta noche que las de los recuerdos, y sin embargo, cuánto espacio queda para el recuerdo en el holgado cinturón de la llovizna tenue. Incluso queda suficiente espacio para las cartas de la madre de mi madre, Elizabeth, que han estado guardadas tanto tiempo en un rincón de la buhardilla que están humedecidas y marrones, y quizás se podrían derretir como nieve. En un espacio de esas dimensiones, es necesario dar pasos muy cuidadosos. Todo pende de un invisible pelo blanco, y tiembla como ramas de abedul que tejieran una red en el aire. Y me pregunto: “¿Tenés los dedos suficientemente largos para pulsar esas antiguas teclas que no son sino ecos? ¿Tendrá el silencio suficiente fuerza para llevar la música de vuelta hasta su origen y otra vez hasta vos igual que si estuviese llevándosela a ella?”. Y sin embargo yo llevaría a mi abuela de la mano, y le haría ver cosas que mayormente no comprendería; y por eso tropiezo. La lluvia continúa cayendo sobre el techo y suena como a risas de piadosa dulzura.
Traducción de Ezeqioel Zaidenwerg
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