El secreto de la oropéndola
Emily Dickinson sentía un gran amor por los pájaros. En su obra poética completa aparecen citados hasta en doscientas veintidós ocasiones. Sin embargo, las antologías no suelen reconocer esta pasión. Hasta ahora. Porque esta compilación contiene treinta y siete piezas sobre las aves comunes de Nueva Inglaterra.
En Zenda reproducimos cinco poemas de El secreto de la oropéndola (Nórdica), de Emily Dickinson. Con traducción de Abraham Gragera e ilustraciones de Ester García.
***
[EL SECRETO]
Cosas que vuelan, las hay —
Horas, aves, abejorros —
Pero que las lloren otros.
Cosas que arraigan, también —
Montes, pesares, lo eterno —
Mas no me incumben tampoco.
Lo que, al dormirse, florece.
Sí. Los cielos. Mas ¿podré?
¡Qué sigilo el del enigma!
***
¿Hay en tu pecho un arroyo
donde tímidas flores afloran,
y las aves, con rubor, acuden
a beber, entre trémulas sombras?
Nadie sabe —y por eso
fluye en paz— que un arroyo hay allí,
uno que da a diario de beber
el trago humilde de tu sed de vida.
Sal y búscalo pues, ese arroyuelo,
en marzo, con los ríos desbordantes,
cuando las nieves bajan de los montes
y arramblan, a menudo, con los puentes.
Y más tarde, cuando agosto
agoste las praderas, ¡cuida
de que no le haga el sol, en su cenit, lo mismo
a ese arroyuelo tuyo y de la vida!
***
[TRANSPALANTADA]
Si como una pequeña flor del Ártico,
con su falda polar con dobladillo,
que fuese en busca de otras latitudes
y se quedase atónita al plantar
su pie en los continentes del verano,
bajo la bóveda del sol,
entre flores extrañas y radiantes,
¡y pájaros hablando en otras lenguas!
Si como esta pequeña flor, me digo,
al Edén arribásemos, errantes —
¿Qué? Dime. Nada.
¡Solo tu presunción sobre el lugar!
***
[CHAPARRÓN ESTIVAL]
Una gota cayó sobre el manzano,
otra en el techo de la casa; seis
rozaron con sus labios los aleros,
y hasta hicieron reír a los hastiales.
Un puñado al arroyo socorría,
que iba corriendo a socorrer al mar.
Yo barruntaba: ¡Oh, si fueran perlas!
¡Qué collares podríanse engarzar!
El sol lanzaba su sombrero al vuelo,
los pájaros cantaban, exultantes,
los árboles fulgían en los huertos
y el polvo en los caminos de las cuestas
volvíase a posar. Las brisas en ventura
bañaban sus laúdes pesarosos.
Izó el oriente entonces su bandera
y puso fin a tanto festival.
***
[SALMO DEL DÍA]
Hay en los días de verano,
en el lento expirar de sus antorchas,
un no sé qué que me enaltece.
Hay en sus mediodías algo —
en su insondable azul, una callada
música más allá de todo allende.
Hay en las noches de verano
algo también, tan luminoso
que no sé no aplaudir cuando aparece.
Mi afán escrutador oculto entonces,
no sea que una gracia tan radiante,
y tan sutil, de mí se aleje.
Los dedos que me hechizan no descansan.
Su lecho angosto el manantial purpúreo
que corre bajo el pecho está raspando.
Oriente aún enarbola su bandera
y el sol conduce aún su caravana
de grana por los cerros.
Como flores que saben del rocío,
mas no esperaron nunca
lucir sus gotas en sus pobres frentes;
o abejas que pensaban del verano
que era solo un rumor, habladurías,
una quimera, un desvarío;
o criaturas del círculo polar
turbadas vagamente por el trópico
que algún ave viajera trajo al bosque,
el oído recibe las señales diáfanas
del viento, para que lo anodino y puritano
se torne acogedor, dichoso, antes
de que lo imprevisible ocurra:
venga el cielo a las vidas que juzgaban
tal modo de alabar irreverente.
***
[TRÉBOL MORADO]
Hay una flor que las abejas aman
y ansían las mariposas;
también los colibríes, que se afanan
en ganarse su púrpura demócrata.
A ella la extracción
social de los insectos no le importa;
cada uno liba de su néctar
cuanto puede extraer, cuanto le colma.
Su rostro es más redondo que la luna,
más rubicundo que el traje de gala
de la orquídea en los pastos,
y que el del rododendro.
No necesita a junio, no lo aguarda;
antes que todo reverdezca,
ves su carita, su aire recio,
contra el viento que arrecia,
litigar con los pastos,
sus parientes de sangre,
por el sol y el solar, y por la vida:
¡qué tiernos querellantes!
Y cuando las colinas se repueblan,
y nuevas modas brotan,
no la verás dejar de ser quien es;
los celos no la azoran.
Su público es el mediodía,
su providencia el sol;
con soberana y firme melodía
pregonan las abejas su vigor.
La última en rendirse siempre,
la más osada de las anfitrionas,
la que nunca se da por aludida,
ni cuando las heladas la revocan.
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Autoras: Emily Dickinson y Ester García. Título: El secreto de la oropéndola. Traducción: Abraham Gragera. Editorial: Nórdica.
BIO
Emily Dickinson (Amherst, Massachusetts, 1830-1886) fue una poetisa estadounidense. Pasó gran parte de su vida recluida en una habitación de la casa de su padre en su Amherst natal. Autora de una obra sencilla y profunda que la ha situado en el panteón de poetas fundacionales estadounidenses que hoy comparte con Edgar Allan Poe, Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman. Excepto cinco de sus poemas (tres de ellos publicados sin su firma y otro sin que la autora lo supiera), su ingente obra permaneció oculta e inédita hasta después de su muerte. En Nórdica han publicado El viento comenzó a mecer la hierba y Preferiría ser amada.
(Fuente: Zenda libros
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