Muy cerca
1.
No
soy de ninguna parte cuando se estrecha el cielo, de ningún bosque, de
ninguna ciudad, como una mujer sentada en su menudencia de mujer que
busca sus rasgos a través de una ventana camuflada. Allí, en el recuerdo
de mi muerte, del instante exacto en el que me abandonó la respiración,
me mezo sin hacer ruido, sorprendida por hallarme intacta en la
voluntad del mundo, por ofrecer mi nombre a la garra del sol. Todavía es
de día, a pesar de que el día haya declinado, y aguardo ante los ramos
de los cementerios. Velo por mí, tranquila, entre tantas almas que no
han sabido resistir.
*
2.
Alrededor,
demasiados dramas encubiertos, tanto, tanto silencio, demasiado. Como
si, al desvelar la miseria humana, me arriesgara a un abandono que me
condenara a ser devorada, el vientre desgarrado en medio de la plaza
pública, vísceras en las que hurgan bestias voraces. Y, sin embargo,
escribir empieza por la vergüenza de una muerte sórdida, la nuestra,
siempre, cuando la mano izquierda, titubeante al principio, se aferra a
una verdad, cuando se despega de su cuerpo de la infancia, del blanco
opaco que envuelve la memoria.
Escribir empieza por una traición.
*
3.
Y
nos convertimos en la niña que no hemos sabido ser, insolente frente al
zumbido de los insectos en la caverna de la oreja. Algo del mundo
penetra en nosotros, no lo rechazamos más, una pureza del dolor. Nos
invade, nos proyecta fuera de la cama, las noches muy negras en las que
no suponemos belleza alguna, salvo la sorpresa de movernos, de sentirnos
las cuerdas vocales hinchadas, de decir soy una voz quebrada en el
rumor, pero una voz que intenta insuflar vida a las piedras donde
descansan los fósiles.
*
4.
Como
una amante que calcina su miedo hasta reducirlo a unos cuantos
rescoldos, me gusta que las ramas crezcan en lo azucarado de las
lágrimas, en el centro del rostro, en su asombro. La luz. La serenidad,
el eco que apresa la voz si se adentra por nuevas sendas. Aprender a
pronunciar el nombre de mi padre mientras sonrío, sobrellevarlo, firme
frente a los carillones de las iglesias. Aislada. Y la memoria recoge
sus mortajas, el cuerpo cede ante los veranos de los jardines.
*
5.
Apenas
sospechamos una parcela de verdad, la que aparece durante nuestros
paseos cuando el cielo trepa alto detrás de la montaña. La suficiente
verdad para que brote esperanza de nuestras quimeras. Una casa, paredes
tapizadas con libros y fotos, un ángel que extiende sus alas en la luz y
el amor, el amor sin el final del amor, el amor sin fin que intentamos
imprimir en el ritmo de nuestros pasos para convertirlo en real, música
que recubre la ciudad de una calma extraña, como si las calles
condujeran a un mar cegado de olvido.
*
6.
Poema,
sí. Si hemos de extraviarnos. La ciudad abriga un rumor, solo uno,
siempre el mismo, una queja insistente durante la hora del descanso,
cuando la mente agita, mezcla imágenes tan viejas como una vida,
despedidas, tristezas, esos pequeños desastres que nos han convertido en
animales asustados que lamen sus heridas en calas sombrías. Poema.
Poema si llegamos al final del abandono, con el tartamudeo casi feliz de
los seres después del abismo.
*
7.
Y
me vuelvo una vez más hacia mi madre, que habla de la muerte con la
sencillez de la evidencia. Las palabras se estrellan contra el cuerpo,
ahora encogido, el atardecer se enrolla alrededor del tiempo. Toda
mentira queda por fin descartada. Sin embargo, dice, las chicas siguen
soñando, quieren reinventar lo que llaman felicidad, marcar con su
presencia el territorio estrecho que les hemos legado. Habla, y la
fatalidad parece de pronto atravesada de ventanas, y los pájaros se
escapan de sus cenizas.
*
8.
Pero
una palabra de más, y el pánico podría abrazarme con su maldita
miseria. He dejado de saber qué debo decir de cuanto habita en mí, y
aguardo, en la oscuridad, la tierra pegada a los ojos, inquilina de la
sombra que la ligereza del alba apenas traspasa. Así permanezco, inmóvil
durante horas, muda, mientras que, muy cerca, alguien espera quizá una
boca que sobreviva a su propio desgarro.
*
9.
De
nuevo, es el deseo. Y la ciudad se detiene una vez más, casi tímida
ante tanto desorden, una vez más vaciada de sus ojos, olvidadas las
pasiones que se han ahogado en la boca de los ríos. Una vez más, la
noche, vertical, obstruida con vocales, me arrastra en su temblor. Y
asiento, con la gravedad de las jóvenes cuando abren sus muslos frente a
un hombre. Me abandono para que el tiempo no deje de durar, a pesar de
la amenaza, siempre presente, de un horizonte destruido como se
destruyen los rostros.
*
10.
He
aquí que tomo la palabra amor en la pobreza de mis manos, y la luz
arranca a corretear en el abandono de los dormitorios, y vuelvo a soñar
el sueño, como un poema que solo terminaré en el instante de mi muerte,
cuando, envejecida y arrugada, me acurrucaré un rato más contra la
sustancia tranquilizadora de la lengua. Luego, me abandonaré y bascularé
suavemente allí donde las palabras ya no encuentren un hueco en la
boca, en ese lugar donde se desdibujará para siempre el rostro
incendiado de mi madre.
Me adentraré sin temor en el día más oscuro.
Louise Dupré, incluido en Altazor. Revista electrónica de literatura (1ª época, año 2, octubre de 2020, Chile, trad. de Marina Lo.Mar).
(Fuente: Asamblea de palabras)
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