viernes, 20 de noviembre de 2020

Silvio Mattoni (Córdoba, Argentina, 1969)

 

 

Padre e hija 

 

Te espero en un café de paredes de vidrio

que transmiten el frío de una noche

demasiado invernal. No es cierto que lo hermoso

tenga que morir, a veces sólo crece

y se desenvuelve. Todavía no llegaste

a la cumbre orgullosa de tu cara

y a manejar la gracia de tu cuerpo.

Ahora estarás arriba ya explorando

las maneras de hablar que llevarás

de a poco hasta la forma femenina

que quieras ser. ¿En qué, hijita,

el tiempo te ha de convertir,

por cuántos días más, aquí y ahora,

seguirás callando los descubrimientos

de no ser nadie más, sólo vos,

tu fantasía del imperio del sol

y tu sensación de haber nacido

en el lugar, el cuerpo equivocados?

No es hora de cambiar, hablá en secreto

con el oído rentado de una mujer grande

que tiene la forma típica de nuestra raza:

inmigrantes que aspiran a todo, inclusive

idiomas, títulos, lujos imaginarios.

Calmate, como dice la canción,

tranquilizate. Tu único error está

en la extensión de la rampa que lleva

de la juventud a otra parte, que sube

y también baja. Hay muchas cosas

que tengo que saber: ¿cómo expresarte

mi afición a tu presencia, mi alegría

por tu existencia altiva? Y vos acaso

tengas que saber más, mucho más,

para eso están mis libros, el lado amable

del áspero intratable que parece ignorarte

o retarte en exceso. Encontrá a alguien,

aunque no ahora mismo, tal vez

cerca de los dieciocho, si querés, algún día

podés casarte. El cantante es un gato

y habla un idioma que conocés bien,

en el que llora tu voz y estremece el silencio

de mi cuerpo que tiembla al escucharte.

Mirame, soy un viejo, pero estoy

contento. Me vas a decir que querés

irte lejos, muy lejos, a las antípodas.

Yo también exploté, me vi llevado

a tu edad a las palabras, al exilio

de ser sólo yo. Pero quedate un poco

más, una década más, tus hermanas

mayores y tu hermanito, tus mascotas,

sobre todo tu madre no podrían estar

en calma sin vos. Y yo, mi vida

no tendría sentido sin tus ojos de gris

terciopelo y acero, sin tu marquita

de varicela en el nacimiento de la nariz

más perfecta posible. No creo que puedas

leer este poema hasta que llegue

también tu hora de decir: “Mirame,

soy grande, estoy contenta”. Y está bueno

el tema, se repite, mejora cuando habla

el chico que quiere irse. Vos dirías:

“todas las veces que lloré, guardé

las cosas que empezaba a saber, palabras

que no se pueden olvidar, que duelen

pero más duele ignorarlas. Si ustedes

tienen razón, me daría cuenta, son ellos

y ustedes así, no me conocen, nunca

antes les hablé, ahora tengo la opción:

sé que me tengo que ir”. Está bien, te diría,

andate alguna vez, pero no este año, no

en esta estación fría. Sentate un poco

a tocar en el piano una canción de chicas

que sufren al expresarse aunque suenen

con la agudeza de la vida futura.

***

Un amigo que escribe

Hace treinta años hablamos una tarde

en la universidad, pero se pierde

ese recuerdo, justo, ya encubierto

por docenas de siestas similares

y de noches hablando de literatura.

Él tenía una biblioteca de poesía

y prosa del presente, del país:

en su pueblo interior había tenido

una vida de libros y un par de años

antes había desertado del estudio

de la filosofía. En cada clase

ahogábamos la risa al escuchar

las tonterías de los profesores

y a la noche tomábamos cerveza

para discutir cada renglón, cada título

encontrado en revistas imposibles

o ediciones porteñas que un milagro

nos había traído. Los dos escribíamos

sobre todo poemas o fragmentos

de futuras novelas sin futuro

y pensábamos que al menos acá,

en la provincia absurda que nos toca,

cambiaríamos algo. Él tenía

más claro su objetivo, estructuraba

los versos en un estilo mental

y no trataba de contar anécdotas.

Un día entramos al diario local

para escribir reseñas y sufrimos

la nueva disciplina, él reemplazó

su dosis semanal de fragmentos o versos

por esa obligación. Nuestras lecturas

teóricas avalaban el papel

de la llamada crítica. De a poco

yo fui escribiendo más y más poemas,

y ensayos, y una maniática carrera

de profesor me fue haciendo su presa.

Me casé y ya nos vimos algo menos:

él esperaba una visita mía

como una conexión con cierto mundo

que no le estaba destinado. Y no eran

solamente los libros, la vida no los trae

casi para nadie, sino también

el amor y los hijos que no tuvo

como los poemas que dejó de escribir.

Teníamos veinte años de amistad,

de leernos, aunque las últimas veces

en que me escapé de la semana

más habitual y nos tomamos varias

cervezas, siempre el segundo vaso

o el tercero le daban la razón

para lamentarse o reclamarme

mis ausencias y sus vacilaciones.

Y sin pensarlo mucho fui dejando

que se acumularan meses en el medio

de nuestras ya reiterativas entrevistas.

Hasta que me propuso un plan de libro

colectivo, que él recopilaría

con un farsante y que iba a contener

epitafios de autores aún vivos

y uno era yo. Le mandé entonces

un simulacro de inscripción antigua:

“Caminante o lector, decí mi nombre

porque viví una vez y traté siempre

de hacer lo mejor que podía, intenté

escribir algo todas las semanas,

y dejé hijos lindos que mejoran

la apariencia del mundo y el carácter

opaco del futuro”, o algo así.

A él no le gustó, le parecía

que no había hecho el esfuerzo necesario.

Le contesté que mucho no me atrajo

su propuesta antológica y necropolitana.

“A vos nunca te interesa lo mío”

–surgió el reclamo– y entonces me di cuenta

que ya no éramos un libro para el otro

y le respondí mal. Quizás hubiese

debido entenderlo. Después de todo

sin él no existirían mis primeros

poemas y quizás el resto: si creciste

en un barrio cualquiera, ¿quién te dice

que serás un poeta?, ¿cómo saber

si las cosas que hiciste valen algo

o nada? La duda entre nosotros, los que fuimos

alguna vez un deseo de escribir, es

nuestra mejor definición, o casi. La otra

es un viejo pecado, ahora virtud,

una sobria soberbia. Ya pasaron

como diez años más. Nos saludamos,

o al menos yo lo saludo si él me esquiva,

en algún esporádico evento, alguna

presentación de libros. Me sorprende

su rencor prolongado cuando evita

decir mi nombre en sus informes planos

de prensa. Pero vuelvo a saludarlo

con un beso y en verdad le deseo

paz y felicidad, él sigue siendo

un chico en busca de arte y en su tiempo

nada envejece y nada se recobra.

Trato de retenerlo en los encuentros

casuales, preguntarle lo que hace

pero veo en su cara la impaciencia

por irse, su anhelo de inventarse otro lugar

donde no importa la literatura

sino su afán. “¿Seguís dando talleres?”

–le pregunto y llega otro y él se da

vuelta, no dice una palabra más,

y me deja clavado con mis libros,

deriva como siempre por el lago

del resto de su vida, lleva a bordo

sus evasiones y las mías. Sólo

espero que no sufra, que las musas

protejan su inocencia sin objeto.

 

 

 

Poemas pertenecientes al libro La buena suerte, Silvio Mattoni (Caleta Olivia Ediciones, 2020)

 

(Fuente: Música rara)

 

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