Padre e hija
Te espero en un café de paredes de vidrio
que transmiten el frío de una noche
demasiado invernal. No es cierto que lo hermoso
tenga que morir, a veces sólo crece
y se desenvuelve. Todavía no llegaste
a la cumbre orgullosa de tu cara
y a manejar la gracia de tu cuerpo.
Ahora estarás arriba ya explorando
las maneras de hablar que llevarás
de a poco hasta la forma femenina
que quieras ser. ¿En qué, hijita,
el tiempo te ha de convertir,
por cuántos días más, aquí y ahora,
seguirás callando los descubrimientos
de no ser nadie más, sólo vos,
tu fantasía del imperio del sol
y tu sensación de haber nacido
en el lugar, el cuerpo equivocados?
No es hora de cambiar, hablá en secreto
con el oído rentado de una mujer grande
que tiene la forma típica de nuestra raza:
inmigrantes que aspiran a todo, inclusive
idiomas, títulos, lujos imaginarios.
Calmate, como dice la canción,
tranquilizate. Tu único error está
en la extensión de la rampa que lleva
de la juventud a otra parte, que sube
y también baja. Hay muchas cosas
que tengo que saber: ¿cómo expresarte
mi afición a tu presencia, mi alegría
por tu existencia altiva? Y vos acaso
tengas que saber más, mucho más,
para eso están mis libros, el lado amable
del áspero intratable que parece ignorarte
o retarte en exceso. Encontrá a alguien,
aunque no ahora mismo, tal vez
cerca de los dieciocho, si querés, algún día
podés casarte. El cantante es un gato
y habla un idioma que conocés bien,
en el que llora tu voz y estremece el silencio
de mi cuerpo que tiembla al escucharte.
Mirame, soy un viejo, pero estoy
contento. Me vas a decir que querés
irte lejos, muy lejos, a las antípodas.
Yo también exploté, me vi llevado
a tu edad a las palabras, al exilio
de ser sólo yo. Pero quedate un poco
más, una década más, tus hermanas
mayores y tu hermanito, tus mascotas,
sobre todo tu madre no podrían estar
en calma sin vos. Y yo, mi vida
no tendría sentido sin tus ojos de gris
terciopelo y acero, sin tu marquita
de varicela en el nacimiento de la nariz
más perfecta posible. No creo que puedas
leer este poema hasta que llegue
también tu hora de decir: “Mirame,
soy grande, estoy contenta”. Y está bueno
el tema, se repite, mejora cuando habla
el chico que quiere irse. Vos dirías:
“todas las veces que lloré, guardé
las cosas que empezaba a saber, palabras
que no se pueden olvidar, que duelen
pero más duele ignorarlas. Si ustedes
tienen razón, me daría cuenta, son ellos
y ustedes así, no me conocen, nunca
antes les hablé, ahora tengo la opción:
sé que me tengo que ir”. Está bien, te diría,
andate alguna vez, pero no este año, no
en esta estación fría. Sentate un poco
a tocar en el piano una canción de chicas
que sufren al expresarse aunque suenen
con la agudeza de la vida futura.
***
Un amigo que escribe
Hace treinta años hablamos una tarde
en la universidad, pero se pierde
ese recuerdo, justo, ya encubierto
por docenas de siestas similares
y de noches hablando de literatura.
Él tenía una biblioteca de poesía
y prosa del presente, del país:
en su pueblo interior había tenido
una vida de libros y un par de años
antes había desertado del estudio
de la filosofía. En cada clase
ahogábamos la risa al escuchar
las tonterías de los profesores
y a la noche tomábamos cerveza
para discutir cada renglón, cada título
encontrado en revistas imposibles
o ediciones porteñas que un milagro
nos había traído. Los dos escribíamos
sobre todo poemas o fragmentos
de futuras novelas sin futuro
y pensábamos que al menos acá,
en la provincia absurda que nos toca,
cambiaríamos algo. Él tenía
más claro su objetivo, estructuraba
los versos en un estilo mental
y no trataba de contar anécdotas.
Un día entramos al diario local
para escribir reseñas y sufrimos
la nueva disciplina, él reemplazó
su dosis semanal de fragmentos o versos
por esa obligación. Nuestras lecturas
teóricas avalaban el papel
de la llamada crítica. De a poco
yo fui escribiendo más y más poemas,
y ensayos, y una maniática carrera
de profesor me fue haciendo su presa.
Me casé y ya nos vimos algo menos:
él esperaba una visita mía
como una conexión con cierto mundo
que no le estaba destinado. Y no eran
solamente los libros, la vida no los trae
casi para nadie, sino también
el amor y los hijos que no tuvo
como los poemas que dejó de escribir.
Teníamos veinte años de amistad,
de leernos, aunque las últimas veces
en que me escapé de la semana
más habitual y nos tomamos varias
cervezas, siempre el segundo vaso
o el tercero le daban la razón
para lamentarse o reclamarme
mis ausencias y sus vacilaciones.
Y sin pensarlo mucho fui dejando
que se acumularan meses en el medio
de nuestras ya reiterativas entrevistas.
Hasta que me propuso un plan de libro
colectivo, que él recopilaría
con un farsante y que iba a contener
epitafios de autores aún vivos
y uno era yo. Le mandé entonces
un simulacro de inscripción antigua:
“Caminante o lector, decí mi nombre
porque viví una vez y traté siempre
de hacer lo mejor que podía, intenté
escribir algo todas las semanas,
y dejé hijos lindos que mejoran
la apariencia del mundo y el carácter
opaco del futuro”, o algo así.
A él no le gustó, le parecía
que no había hecho el esfuerzo necesario.
Le contesté que mucho no me atrajo
su propuesta antológica y necropolitana.
“A vos nunca te interesa lo mío”
–surgió el reclamo– y entonces me di cuenta
que ya no éramos un libro para el otro
y le respondí mal. Quizás hubiese
debido entenderlo. Después de todo
sin él no existirían mis primeros
poemas y quizás el resto: si creciste
en un barrio cualquiera, ¿quién te dice
que serás un poeta?, ¿cómo saber
si las cosas que hiciste valen algo
o nada? La duda entre nosotros, los que fuimos
alguna vez un deseo de escribir, es
nuestra mejor definición, o casi. La otra
es un viejo pecado, ahora virtud,
una sobria soberbia. Ya pasaron
como diez años más. Nos saludamos,
o al menos yo lo saludo si él me esquiva,
en algún esporádico evento, alguna
presentación de libros. Me sorprende
su rencor prolongado cuando evita
decir mi nombre en sus informes planos
de prensa. Pero vuelvo a saludarlo
con un beso y en verdad le deseo
paz y felicidad, él sigue siendo
un chico en busca de arte y en su tiempo
nada envejece y nada se recobra.
Trato de retenerlo en los encuentros
casuales, preguntarle lo que hace
pero veo en su cara la impaciencia
por irse, su anhelo de inventarse otro lugar
donde no importa la literatura
sino su afán. “¿Seguís dando talleres?”
–le pregunto y llega otro y él se da
vuelta, no dice una palabra más,
y me deja clavado con mis libros,
deriva como siempre por el lago
del resto de su vida, lleva a bordo
sus evasiones y las mías. Sólo
espero que no sufra, que las musas
protejan su inocencia sin objeto.
Poemas pertenecientes al libro La buena suerte, Silvio Mattoni (Caleta Olivia Ediciones, 2020)
(Fuente: Música rara)
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