ARIADNA EN BARAJAS
ese remoto domingo radiante
estabas de lino blanco, vaporosa,
mi adorada beatriz.
desde temprano bebimos tintos espesos,
y almorzamos pulpo y almorzamos fresas
que eran como rubíes moluscos.
tus ojos restallaban iridescentes,
rijosos,
y tus rojísimos labios sangraban de tanta juventud.
nos besamos mucho mucho,
nos mordimos por demás
y tus uñas me marcaron,
dichosas, excedidas,
el camino que tenía por delante.
la corrida en las ventas nos dejó encandilados, vibrantes,
casi ciegos,
y aunque la muerte tremenda y ceremoniosa
no parecía sino una cuestión categorial
que nos guarecía del solazo
(tan inconscientes éramos entonces),
fue una silueta que me vino poseyendo pasito
desde esa misma tarde,
sombra amiga, compañera silenciosa.
nuestra última noche fue de lucidísimas suertes,
y en la madrugada me acompañaste
serena y callada a los aviones de barajas.
juro que esa mañana tus ojos eran más bellos que el sol naciente,
(y así te lo dije, frívolo),
pero partí, como si nada, lejos y sin ti,
mi amantísima ariadna.
no sé si lloraste, si alguna vez alcanzamos a llorarnos,
pero yo quedé entrampado en medio del aire batiente,
con el velamen negro izado,
otro teseo miserable,
sin el tornasol antojadizo de tus ojazos conductores,
sin la pauta de tu hilo colorado.
ahora y tras años de faena por tierras y por mares ajenos
todos mis miembros se azogan,
a mi lomo le hacen mucho daño los palitroques filosos
que me asaltan en ráfagas como granizo y pedernal,
ya no resisto
los compases que me van encerrando,
ni la sorna azarada del matador
que no sabe ni cómo ni cuándo,
ni mucho menos la demencia del sádico sol que me azota.
(noche tras noche sueño con la tropilla de toros
que cayeron varones en el ruedo,
que desde los sótanos del laberinto
me reclaman con sus mugidos,
minotauros hermanos).
ahora renqueo,
mis ojos se me encharcan opacos,
caigo de bruces,
mi jeta aceza espumosa
y tiñe bermeja la arena.
aquí estoy solo,
muy solo con mi última hembra,
negra,
solemne,
carmesí.
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