Oda a juan L. Ortiz
Para tocar el cielo, mi amigo, deberemos buscar su compañía
en un espacio azul de piedra cálida en el tierno invierno
ebrios y ecuánimes bajo la danza fría y curva de junio.
Más allá de la poesía (rama fatal) da comienzo el nombre suyo,
pasible de amor: en el abismo retrocede la duda,
la estrecha oscuridad padece al mismo tiempo la santidad y el olvido.
Ramas emergen de los caminos de su rostro, oh camarada sutil, oh puente
aproximado, inclinado, en una reverencia elemental hendida
por el aire más breve, por el enigma y la devolución de sus lamentos.
Para escuchar el corazón de la piedra completa y sola,
para vencer la declinación de las tardes, mi amigo, deberemos
buscar su compañía, hacia sus colinas suaves, como rellanos del cielo.
Ah, cómo es posible ahora, después de usted, conocer a cada uno de los hombres,
llamarlos Marcelo, llamarlos Hugo, Mario, llamarlos don Luis, Oscar, Raúl,
conocer a los vivos, a los muertos, a los santos, a los tristes, a los héroes sin esperanza.
Para que la libertad no nos pese, no nos duela, mi amigo,
mi atento amigo, mi camarada inquebrantable,
para que podamos vencer los fríos pasajes ávidos,
resistir los lobos de la desesperación, la desesperación de los lobos durante su crisis de sucio fuego,
y probar el amor, intentar la justa distribución de la riqueza solar,
la paz espléndida del firmamento desposado,
reunir los techos, los crepúsculos, los ríos, los temores,
combatir las brigadas del caos, las patrullas mortales del desorden,
deberemos, mi amigo, buscar su compañía, su feroz ternura,
y avanzar en círculo, estallar en generación, abrir el vientre del tiempo,
llenar el aire de gestos azules
dejando deslizar por las heridas de la tierra
un agua pura que abrace para siempre el origen real de todos los nombres.
(Fuente: Basta de texto)
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