lunes, 9 de noviembre de 2020

Rubén Echagüe (Rosario, Santa Fé, Argentina, 1948)

 

 

LA CALLE  




Me anudé como pude el barbijo –el corregidor ordenó usarlo
siempre que algún ejemplar de nuestra especie afronte la
intemperie– y me lancé a la calle, pese al edicto oficial que
sanciona severamente a los que fotografíen rosetones góticos.
Pero me enfrenté con que ya no había calles... Solo la arena
candente del desierto, de la que emergían algunas pirámides
escalonadas de la tercera dinastía, un móvil de Calder y siete
minaretes en los que la presencia del almuecín había sido
suplantada por altavoces que difundían un largo... interminable
suspiro...
Entonces dirigí mis pasos hacia un espejismo que, por fortuna,
estaba a un precio bastante razonable.
 
 



LA CUARENTENA




Ayer se le cayó un diente al peine y esta mañana, tres dientes más.
(Se trata de un peine que había comprado hace tantísimo tiempo,
cuando aún procuraba armonizar los colores de mi baño).
¿Dónde comprar ahora un peine? No puedo ir a desenterrar uno
en una tumba etrusca cuando todas las fronteras están cerradas,
ni aspirar a la peluca de Bach, cuando las teclas de mi clavecín
podrían estar horriblemente contaminadas...
Si mi peine tuviera cuarenta dientes y perdiera con absoluta
puntualidad uno por día, la sencilla ecuación es que yo llegaría
al fin de la cuarentena (o de la vida) cada vez más despeinado.
 
 



LA CIUDAD




Ya no circulan automóviles y los esqueletos vagan sin rumbo
ni DNI entre las literas abandonadas, los submarinos que
diseñó Leonardo, pero que hoy no superan los protocolos de
seguridad en materia de navegación, y las diez o doce hienas
embalsamadas que escaparon del Museo de Ciencias Naturales,
donado a la ciudad por Madame de Chenonceaux, una hija
bastarda de Luis XV...
Pero las hienas apolilladas resultan más reconocibles por sus
nombres: Adela, Lucrecia, Dolores, María de las Mercedes,
Trinidad, que los esqueletos tristemente anónimos, y solo
identificables por el color de sus barbijos o por el número que
les cuelga, como si se tratara de un pectoral de amatistas, sobre
el esternón de marfil.





EL YO




Me levanté de dormir sin saber quién era, cosa que antes de
esta cuarentena me ocurrió muy pocas veces...
Dudaba entre mugir o cacarear, y entre lamer los azulejos del
baño, que tienen un agradable gusto a jabón, o ir a ofrecerme
para blanquear la Capilla Sixtina.
Si hallase otra criatura similar a mí tal vez podría reconocerme,
aunque la muerte con barbijo me haga muecas desde el interior
del espejo, intentando captar mi simpatía...
He perdido mi Stradivarius y –lo que más me preocupa– también
el pasaje a Cremona para ir a encargar otro... (Las teclas del
clavecín se independizaron y planean en las cercanías del techo,
dibujando elegantes curvas).
Olvidé quién fue Beethoven, y Kafka, y Frida Kahlo, y lo más
probable es que nunca haya sido yo un perro de circo que
supiera hacer música...





(Fuente: El poeta ocasional)





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