miércoles, 10 de julio de 2024

Víctor Velázquez (Cuba)

 

Puede ser una imagen en blanco y negro de 2 personas y trenzas

 

Agujeros:

 

 

De seguro no debería hablar de eso, pero en 1994 tenía mi zapato derecho un fabuloso agujero (un agujero válvula, de esos que se abren y cierran a voluntad, como aquel inconcebible agujero que exhibía la bota del Ché antes de su viaje a Vietnam). Eran, confieso, mis únicos zapatos, y el agujero coincidía perfectamente con otros dos: el de la media, que era de un anémico color naranja, y el del pulgar, que era una úlcera amarilla próxima al lecho ungueal en forma de media luna. Se trataba, en efecto, de una superposición de agujeros, una trinidad aderezada de polvo rojo, socialmente discapacitante, pues yo incurría de continuo en el hábito de extraer el dedo en público por medio de un juguetón movimiento de abducción.
¡Resulta increíble cuánto duran los zapatos antes de volverse del todo inservibles!
 
Es justo decir que hubo otros agujeros en aquel año:
El de la rodilla del pantalón, que me vi obligado a cubrir con una etiqueta. Los desgarros axilares de la camisa, las sábanas que gradualmente derivaron en imaginativos mosaicos multicolores.
 
Más allá de nuestro desamparo textil, los techos agujereados eran porosos a las lluvias de mayo (que eran colectadas en cubetas de galvanizado para lavar el cabello de las mozas). Bolsillos desfondados, caries irreparables en los dientes, hoyuelos en las encías donde antes estuvo una muela. Sé de buena tinta que el hambre lancinante todo el tiempo, en todas partes, sorda y ciega a los lamentos, resultó ser un formidable estímulo para la creatividad de muchos artistas. En los ámbitos académicos se investigaba la aparición de la neuritis, la escrófula, el reemerger de la lepra, el eccema marginado de hebra y la sarna, y se escribían los tratados en largos pliegos de papel reciclado con plumas de violeta genciana. 
 
Pero no todo fue malo, los rotos de los vidrios y las ventanas deshijadas de tablillas tenían la virtud de dejar entrar el buen tiempo a los hogares. Y éramos iguales. Los vecinos también tenían sus agujeros, de manera que las cordiales interacciones con el prójimo se reducían a meras comparaciones entre agujeros propios y ajenos. Uno salía a la calle sin complejos, luciendo el pecho baleado como una condecoración. Algunos desgarrones se volvieron moda, llegaron a verse como una distinción, como un signo de nivel cultural y buen gusto, pues por lo regular, detrás de un agujero se escondía un título universitario. 
 
Y encima de todos los agujeros, el hueco negro del ciclón moviendo su ojo ciego, su foramen magnum sobre la gran fosa común del archipiélago.
 
He sabido, no sin tristeza, que recientemente se nos ha reabierto otro agujero. Según el parte oficial, se trata de uno demográfico: de casi once millones de habitantes, van quedando poco más que ocho. Pronto serán seis, como antes de la Victoria. Así, el luminoso futuro va quedándonos hacia atrás, para alegría de los nostálgicos. El mapa de mi país más que un cocodrilo parece un mocasín, un zapato sin cordones, con un agujero válvula como aquél por donde saludaba mi pulgar aciago en los noventa.

 

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