Los lunes se iba al trabajo como se podía, en una diana a veces. Por la ventana mirábamos Pueblo Nuevo, y era mejor mirar afuera que encontrar dentro los ojos del que viajaba contigo. De eso me acuerdo bien.
Pueblo Nuevo:
La sombra merendadora del nim una mañana lejana y laboral.
La catacumba rauda de la estación de trenes, mirada desde la diana azul. O bien el viejo ascensor desarrapado del tren con alma de provinciano árbol caído.
Pasa el tren por Pueblo Nuevo dejando una sangría de muros y alambradas, volúmenes vendados de sábanas en las terrazas, momias que saludan, una fábrica de ataúdes sin otra belleza que el aroma resinoso de la muerte, el orín de los perros y la lluvia al fin, lavando el descosido de la ciudad, su blando meconio mestizo y vecinal.
Aquella mañana o aquella tarde del día aquel, claro y señalado, y las calles y el hormiguero contrito de unos obreros que parecen muñecos de celuloide, yendo o volviendo del empleo para darse ciegamente al apagón. Y el horrible lunes, partido en dos como una raya al medio de rostros y costumbres.
¡Qué absurda primavera vino a rebanar el valle entre los almendrones y una linde de hogares de ladrillo!
Los caños hundidos dan al agua esa voz estremecida y fresca, esa glotonería de puente que eternamente engulle la pardosidad del río.
Basta con que esa imagen se borre para que yo me rejuvenezca de dolor.
-No es verdad que la vida nos reunió, decía uno de a pie. ¿Será, no sé, la muerte, a lo mejor?
¿Muertos, digo, que sueñan que respiran?
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