jueves, 4 de julio de 2024

Derek Walcott (Santa Lucía, Antillas, 1930 - 2017)

 

El imperio caído








 
I

Y entonces, de repente, no había más Imperio.
Eran aire sus triunfos y polvo sus dominios.
Canadá, Egipto, África, India, Sudán, Birmania,
El mapa que hasta ahora mancha los guardapolvos,
tinta roja en papel secante, guerra, asedios.
Dhows y feluccas, fuertes en colinas, banderas
al viento del crepúsculo, sus égidas doradas
que caen con el último sol sobre los peñascos,
los sikhs con sus turbantes, las divisas del Raj
al son de la corneta. Veo pasar de nuevo
el traqueteo del cortejo con sus borlas
y pompones, el grito del sargento mayor,
la estampida de botas, la descarga; no hay tema
mayor que éste: el abismo cuando cae un poder,
el vacío en los ojos de la horda derrotada,
los grandes nombres –Sind, Cawnpore, Turquestán–,
los derviches y, al fin, el Sahara en silencio.


II

Se posa una libélula en el mapa, y es como 
si fuera este archipiélago un continente en partes 
quebradas al caer, de Pointe du Cap
a Moule à Chiques, los palos de vela, los yarumos,
árboles que se agitan al viento y que parecen
máscaras africanas; de noche, las estrellas
son fogatas lejanas, no urbes resplandecientes
como Milán o Génova, Madrid, París o Londres,
sino antorchas en botes. En este lugarcito
se da sólo belleza, los árboles, las olas
y los acantilados, bajo esta luz salvaje,
como una yegua desbocada en la llanura,
nos convierte en vehículos de la gracia del día,
la luz nos simplifica, no importan raza o dones.
Me alcanza, como a Kavanagh, media hectárea; y quisiera
que rasguen como algas mi corazón y ver
sus alas encenderse cuando vuelan gaviotas.
 
 
 Traducción de Ezequiel Zaidenwerg 

 

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