El imperio caído |
I Y entonces, de repente, no había más Imperio. Eran aire sus triunfos y polvo sus dominios. Canadá, Egipto, África, India, Sudán, Birmania, El mapa que hasta ahora mancha los guardapolvos, tinta roja en papel secante, guerra, asedios. Dhows y feluccas, fuertes en colinas, banderas al viento del crepúsculo, sus égidas doradas que caen con el último sol sobre los peñascos, los sikhs con sus turbantes, las divisas del Raj al son de la corneta. Veo pasar de nuevo el traqueteo del cortejo con sus borlas y pompones, el grito del sargento mayor, la estampida de botas, la descarga; no hay tema mayor que éste: el abismo cuando cae un poder, el vacío en los ojos de la horda derrotada, los grandes nombres –Sind, Cawnpore, Turquestán–, los derviches y, al fin, el Sahara en silencio. II Se posa una libélula en el mapa, y es como si fuera este archipiélago un continente en partes quebradas al caer, de Pointe du Cap a Moule à Chiques, los palos de vela, los yarumos, árboles que se agitan al viento y que parecen máscaras africanas; de noche, las estrellas son fogatas lejanas, no urbes resplandecientes como Milán o Génova, Madrid, París o Londres, sino antorchas en botes. En este lugarcito se da sólo belleza, los árboles, las olas y los acantilados, bajo esta luz salvaje, como una yegua desbocada en la llanura, nos convierte en vehículos de la gracia del día, la luz nos simplifica, no importan raza o dones. Me alcanza, como a Kavanagh, media hectárea; y quisiera que rasguen como algas mi corazón y ver sus alas encenderse cuando vuelan gaviotas.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
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