viernes, 13 de noviembre de 2020

Isaac Alonso Araque (España)

 

 

Caes

 

Caes.

No te das cuenta.

El camino no es abrupto.

Ni cactus,

ni aliagas,

ni piedras.

Un arroyo tranquilo

discurre a tu lado.

El camino está cubierto de polvo

blanco,

marrón.

Polvo que tragas

solo,

acompañado.

Caes.

Con suerte alguien te ayuda a levantarte.

Con suerte tú mismo te yergues.

Grava diminuta en las manos

(escuece).

Miras a tu alrededor,

alguien te pregunta:

¿Qué haces?

Tú sigues,

aturdido,

hasta que en el espejo ves tu cara ensangrentada,

labio roto.

Esta herida te recordará

que caes.

Ves caer a otros,

solos,

acompañados.

Tratas de advertirles:

quizá puedas levantarte,

aquí está mi mano.

Con suerte solo te rechacen

(entonces tú empezarás

un

nuevo

descenso).

Caerás

una

y

otra

vez.

Cuando te levantes

jamás volverás al punto de partida.

Tus descensos solo a ti te incumben.

Hay un niño.

Juegas con él,

ves la vida con sus ojos,

le llevas de la mano,

por su propia senda.

Le ves caer.

Curas sus heridas.

O

le dices:

levántate,

aprende:

no siempre

hay

una mano.

Descenso ajeno.

Algunos te aconsejan:

quiérete a ti mismo.

Da igual.

Caerás en uno u otro abismo.

Zanja,

acantilado.

No importa lo sabio que seas,

lo vivido,

la cultura robada,

las noches insomnes.

Hay descensos,

lentos,

sublimes,

creados para ti.

Piensas:

desde aquí solo cabe subir:

yo

aquí

ya

he

bajado.

Confías en la suerte:

peor no me puede ir.

Pero yerras.

No bien te levantas

sacas grava diminuta

clavada en manos,

rodillas

(escuece, duele),

continúas

el

descenso.

Ya ni te acuerdas de mirarte en el espejo,

cara ensangrentada,

labio partido.

No importa el dolor,

Las madrugadas en los bancos,

en el suelo encharcado de orines

un sitio caliente donde dormir

lejos del wáter

donde vomitas

arrodillado,

rodeado de gente

amante

aconseja

debes quererte.

No.

Estás solo.

Como un milagro

llegas a un techo que llamas casa.

Te alivia que nadie te vea

mientras vomitas sangre,

cagas sangre,

la nariz inunda todo de sangre.

Te miras en el espejo.

Ves tu cara convertida en espuma roja.

Imaginas el resto del cuerpo.

Al día siguiente

limpias,

limpias,

limpias,

vuelves a caer.

Días con suerte.

La sangre que te rodea no es tuya.

Camiseta manchada,

pantalones salpicados,

nudillos despellejados.

Recuerdas haber reventado la cara de otro.

Hay veces

que no son como otras.

Caes impelido

por la presencia de un coño,

una polla,

su ausencia,

por no tener trabajo,

tener demasiado.

A veces,

el descenso es lento,

inexorable.

Como albañil que levanta una pared

ladrillo

a

ladrillo.

Tiende cuerda,

pone mortero,

golpea cada hilada

con el mango de la paleta,

retira mortero sobrante.

Este muro desciende

abismo

tras

abismo,

camino de una ciudad

de la que no recuerdas el nombre.

Solo que está junto a un río,

como el que te acompaña,

de tu mano va un niño.

Ya no te levantas.

Solo te queda

descender,

descender

a gatas.

Grava clavada

en rodillas,

manos,

(duele, escuece, sangra),

hasta una ciudad sin nombre.

Y no la encuentras.

Y no la encuentras.

Y no la encuentras.

 

 

 

 En Pastos de invierno. Huerga & Fierro, 2020

 

(Fuente: Voces del extremo)

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario