Caes
Caes.
No te das cuenta.
El camino no es abrupto.
Ni cactus,
ni aliagas,
ni piedras.
Un arroyo tranquilo
discurre a tu lado.
El camino está cubierto de polvo
blanco,
marrón.
Polvo que tragas
solo,
acompañado.
Caes.
Con suerte alguien te ayuda a levantarte.
Con suerte tú mismo te yergues.
Grava diminuta en las manos
(escuece).
Miras a tu alrededor,
alguien te pregunta:
¿Qué haces?
Tú sigues,
aturdido,
hasta que en el espejo ves tu cara ensangrentada,
labio roto.
Esta herida te recordará
que caes.
Ves caer a otros,
solos,
acompañados.
Tratas de advertirles:
quizá puedas levantarte,
aquí está mi mano.
Con suerte solo te rechacen
(entonces tú empezarás
un
nuevo
descenso).
Caerás
una
y
otra
vez.
Cuando te levantes
jamás volverás al punto de partida.
Tus descensos solo a ti te incumben.
Hay un niño.
Juegas con él,
ves la vida con sus ojos,
le llevas de la mano,
por su propia senda.
Le ves caer.
Curas sus heridas.
O
le dices:
levántate,
aprende:
no siempre
hay
una mano.
Descenso ajeno.
Algunos te aconsejan:
quiérete a ti mismo.
Da igual.
Caerás en uno u otro abismo.
Zanja,
acantilado.
No importa lo sabio que seas,
lo vivido,
la cultura robada,
las noches insomnes.
Hay descensos,
lentos,
sublimes,
creados para ti.
Piensas:
desde aquí solo cabe subir:
yo
aquí
ya
he
bajado.
Confías en la suerte:
peor no me puede ir.
Pero yerras.
No bien te levantas
sacas grava diminuta
clavada en manos,
rodillas
(escuece, duele),
continúas
el
descenso.
Ya ni te acuerdas de mirarte en el espejo,
cara ensangrentada,
labio partido.
No importa el dolor,
Las madrugadas en los bancos,
en el suelo encharcado de orines
un sitio caliente donde dormir
lejos del wáter
donde vomitas
arrodillado,
rodeado de gente
amante
aconseja
debes quererte.
No.
Estás solo.
Como un milagro
llegas a un techo que llamas casa.
Te alivia que nadie te vea
mientras vomitas sangre,
cagas sangre,
la nariz inunda todo de sangre.
Te miras en el espejo.
Ves tu cara convertida en espuma roja.
Imaginas el resto del cuerpo.
Al día siguiente
limpias,
limpias,
limpias,
vuelves a caer.
Días con suerte.
La sangre que te rodea no es tuya.
Camiseta manchada,
pantalones salpicados,
nudillos despellejados.
Recuerdas haber reventado la cara de otro.
Hay veces
que no son como otras.
Caes impelido
por la presencia de un coño,
una polla,
su ausencia,
por no tener trabajo,
tener demasiado.
A veces,
el descenso es lento,
inexorable.
Como albañil que levanta una pared
ladrillo
a
ladrillo.
Tiende cuerda,
pone mortero,
golpea cada hilada
con el mango de la paleta,
retira mortero sobrante.
Este muro desciende
abismo
tras
abismo,
camino de una ciudad
de la que no recuerdas el nombre.
Solo que está junto a un río,
como el que te acompaña,
de tu mano va un niño.
Ya no te levantas.
Solo te queda
descender,
descender
a gatas.
Grava clavada
en rodillas,
manos,
(duele, escuece, sangra),
hasta una ciudad sin nombre.
Y no la encuentras.
Y no la encuentras.
Y no la encuentras.
En Pastos de invierno. Huerga & Fierro, 2020
(Fuente: Voces del extremo)
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