miércoles, 9 de octubre de 2024

Alfredo Veiravé (Gualeguay, Entre Ríos, Argentina, 1928 – Resistencia, Chaco, Argentina, 1991)

 



El próximo eclipse se producirá dentro de 360 años

 

 
Esta vez lo vimos sobre la ruta
entre palmeras negras que oscilaron levemente
sus duras hojas enhiestas
al oscurecer
opacamente, en la mañana del año mil novecientos
sesenta y seis.
Yo tenía dos hijos pequeños, una mujer rubia, una
casa en el norte
y una confusa marea de sentimientos que nos unían al
mundo. Mariposas apasionadas
en el fondo del pecho, oscuras como tordos
dormían en su anillo de silencio.
Los chicos corrían frente a la máquina
fotográfica que utilizaba el padre
angustiado y despierto frente al tiempo, pero
todo será inútil. El próximo eclipse se producirá
dentro sesenta años y allí no quedará
de ellos, de mí, de las mariposas azules muertas
en el trópico
ni un destello, ni una palmera, ni un recuerdo, ni un
zorzal frente al río.
 
¿Comprenderán ahora lo que cuesta pararse
encima de la curva del equinoccio lejano?
¿Comprenden ahora lo que duele
mirar el país como si fuera una vieja hoja de gomero
que puede apretarse en la mano, o mirar al sol
cuando la luna lo enfría de golpe y sombras frías
como tumbas caen entre los niños y los cohetes?
Comprendimos ahora el pavor de estar ya
mirándose desde el lado oscuro
de ese sol negro
desde el sueño de unas fotografías
amarillentas, desde un polvo que tuvo sus rostros,
sus huesos.
Aquí la primavera ese año fue un poco fría
y la monogamia comenzaba a extinguirse sin protestas,
es cierto, pero saliendo por la ruta pavimentada
fuera de las ciudades, todavía los
caballos movían sus crines libres y las palmeras
crecían como ajenas al movimiento del planeta.
Quiero decir que había lámparas
en algunas casas todavía
donde nadie observaba las constelaciones con temor
o creía haber salido de la sombra del patio materno.
Había multitudes
que ignoraban que ese momento
tenuemente elaborado por
la inconsciencia de cada uno
no volvería ya más hasta después
de trescientos sesenta años de eclipse solar
que en medio de la mañana provocó algunos
temores en los animales del monte.
 
Los chicos corrieron entre la luz y la sombra
almorzamos luego con felicidad en el campo.
/
 
Mi casa es una parte del universo
Los que la vieron dicen que la tierra
es una esfera en el espacio, un planeta
más bien pequeño
del tamaño del dedo pulgar de los astronautas.
Yo no lo dudo porque he visto fotografías
y porque ahora estoy a casi medio planeta de mi casa.
Lo mejor de todo esto es que en ese pulgar
también mi casa es una parte del universo.
Cómo no serlo si en el patio del fondo
hay un filodendro de gigantes hojas y también gusanos
bajo la tierra
aptos para la pesca, y ahora que me acuerdo
el olor de los helechos contra la pared
la cara de Delfina o Federico entre los árboles
y aquel canario que se nos voló de noche.
 
(De Puntos luminosos, 1970)
 
 
/

Nunca más

 

Nunca más los gordos caballos de la muerte entrarán a la plaza
a destrozar los canteros de plantas y de flores (amarillas)
de las tipas asustadas; nunca más los bastones
golpearán con esa furia las cabezas ensangrentadas de los que ahora corren
bajo las nubes cirros, estratos, cumulus o nimbos; nunca más estas flores
de lapachos temblarán en la noche su color rosáceo al oír los aullidos;
nunca más esos aullidos cruzarán la calle subiendo desde el sótano
en el subsuelo de la madrugada.
Nunca más esos gritos terribles descarnarán la corteza de los murales
de la plaza desnuda, nunca más explotarán entre los intestinos
o las bocas del cuerpo / las convulsiones de la electricidad violenta;
(nunca más llamarás gritando a tu mamá en la violácea oscuridad lila
y azul que oyeron solamente los jacarandaes florecidos de la plaza)
¿Solamente?
¿Nunca más? No lo sé
porque hoy he visto a un tigre de Bengala correr a una gacela por la
llanura, a una boa constrictora devorar a una ranita saltarina,
a una araña correr sobre la tela al oír un zumbido.
 
(De Radar en la tormenta, 1985)
 
 
(Fuente: Cecilia Pontorno)

 

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