viernes, 25 de octubre de 2024

Renée Ferrer de Aréllaga (Asunción, Paraguay,19 de mayo de 1944)

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EL OCASO DEL MILENIO

 

 

Llueve sobre el perfil de los siglos y las piedras inmutables,
sobre el ocaso del milenio y las ondas cambiantes del mar,
los ríos infatigables reafirman su vocación bajo el diluvio.
 
Con la persistencia del hornero
se escurre el barro disolviendo el tiempo.
El agua empapa una imprecisa sensación de permanencia,
un tamborileo angustia los pechos,
desde el abrazo de los valles se desarma
el humo de los ranchos
y la alegría germinal de los encuentros
y la indiferencia de las muchedumbres
que transcurren sin dejar
remitente.
 
Por las mejillas del orbe fluye el tiempo.
 
Sordas ráfagas nimban el aire con una aureola de peregrinación
en sandalias
las llanuras se han vuelto un regazo donde
se acurrucan el
acompasado soliloquio del agua
y en un atajo,
donde el sol dora los huesos insepultos,
se escucha un rumor de confesionario,
un milenario entrechocar de huesos.
 
Los huesos insepultos silban
como una protesta que se escurre
y se reitera
en una flauta calcárea.
En otra latitud se empapa una montaña
en traje de violetas
y en las antípodas
las palmas sacuden sus pañuelos
como si estuvieran a punto
de partir hacia el destierro,
hacia el lento camino del destierro.
 
Llueve sobre las ondas del milenio y el ocaso del mar.
 
Un perro se refugia llevando la carga
de una multitud sobre
los flancos amenazados de muerte prematura,
aguardando la abdicación del diluvio
los pájaros esconden
sus picos bajo la almohada tersa de sus alas,
un continuo raudal crece y crece con todos
los llantos del planeta.
 
Embozado en un manto de agua deambula
el tiempo a
través del planeta.
 
Desde las puertas entornadas del universo
se escucha el
el estertor de las estrellas,
el Ojo omnipotente se vuelve hacia la tierra
- diminuta manzana en el jardín celeste -
observa las ruinas de los campos de muerte,
el hongo impío que sentenció sus pupilas.
 
La lluvia aminora ¿aminora? el pestífero olor del ultraje,
los valles chorrean vestigios de ignominia,
los hombres,
las mujeres y los niños
tiemblan a la intemperie a merced
de la ignominia.
 
El agua corre sobre los mercados donde
se mezclan los sabores, los gritos, la risa frutal de las mujeres,
un olor a fritanga sazona la vida llenando
las horas
de frondosa alegría
exorcizando la incierta distancia de la muerte.
 
Llueve sobre el perfil de las piedras y los labios del milenio.
 
Sobre las tribus a las cuales les mataron
los dioses,
contra el vuelo del picaflor en el ombligo
del mundo,
a través de los árboles destituidos
de la primavera,
entre el hierro de las torres que escupen
su vómito negro
con el entusiasmo del descubrimiento.
 
La lluvia se empecina sobre los años encorvados
y la ira de los impotentes
y la anguria de los insaciables
y la pasión de los enamorados que salieron
a pecar
rabiosamente por la siesta
y los zapatos rotos
y el éxodo de los que se alejan hacia ninguna parte
con el estigma de los desheredados.
 
Una jornada torrencial limpia el ceño envejecido
de los niños mendicantes,
y los ojos pintarrajeados de las mariposas
de la noche que
sueñan con un salvador, claro amante,
dragón verde
barriendo con sus alas
a los traficantes de la vida
a los que negocian con la muerte.
 
El tiempo llora con una paciencia de estrella desconsolada,
inunda la huella de una procesión milenaria,
el traqueteo de los tranvías en desuso,
la estela de los cohetes interplanetarios,
y el plástico que amordaza el canto
del manantial
y los perversos polvos del ensueño.
 
La perseverancia del torrente lava los barrios donde
enronquece el saxo,
las esquinas de los ghettos donde se desvela un violín,
el rasgueo de una guitarra sobre
los mandiocales ateridos
de frío, con el relente temblando aún en sus hojas.
 
Y los huracanes que violentan las puertas
en costas indefensas,
y los senos desbordando el celuloide y
los daguerrotipos
con bigotes
y la presión de los dedos que reparten vida
y muerte
y el mapa de los itinerarios estelares
y el arco que tensa la sangre revirtiendo
la Historia.
 
En los ojos de un dios atardece el torrente.
El diluvio se ha largado a arrullar la noche
con las pisadas
tenues de su constancia.
 
Sobre los muros de la vergüenza persevera
el diluvio,
con argamasa de odio se construyen los muros de la vergüenza, una cadena de brazos levanta muros de sangre,
derrumba muros de sangre
sobre los muros abominables de tanto en tanto llovizna
una esperanza,
un júbilo momentáneo danza y danza sobre
las ruinas
del oprobio.
 
Llueve sobre el perfil de los siglos y las piedras inmutables,
sobre el ocaso del milenio y las ondas cambiantes del mar.
 
Sobre las lápidas anónimas se vuelca
el tiempo,
los náufragos de la vida reciben también
el consuelo de las
aguas,
como pulpos transparentes se bifurcan
los torrentes sobre
los campos,
se extienden por el desierto entre dunas y oasis
de alborada en ocaso se empañan los cristales de los cuartos
donde se entregan los amantes.
 
Balas de agua acribillan los rascacielos
que hacen sonreír
a los cometas cuando se ven reflejados a su paso,
y la huella temerosa del primer astronauta
en las pantallas de los
televisiones
y la bata de los ricos
y la pistola del suicida
y el lenguaje de los cuerpos frente al fuego
y los esclavos en traje y corbata
y las utopías que tocamos con las manos antes del réquiem.
 
La lluvia rebosa la corola de una flor incierta,
copa abominable y sublime donde se añeja
el zumo de
nuestra especie,
dulcemente blasfema,
humanamente perversa.
 
Todo se lo llevan las aguas.
 
Nuestras culpas se alejan con su túnica
de sombras sobre
los hombros,
se pierden tras el derrotero de los astros
que nunca retornan.
 
El diluvio purifica la frente de la tierra,
languidece,
escampa.
 
Sobre el siglo que se extingue refulge el sol.
.
(1999)
.
(Fuente: Grover González Gallardo Poesía)

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