DESPEDIDA
DESPEDIDA
"…𝘦𝘭 𝘤𝘢𝘴𝘰 𝘯𝘰 𝘰𝘧𝘳𝘦𝘤𝘦
𝘯𝘪𝘯𝘨ú𝘯 𝘢𝘥𝘰𝘳𝘯𝘰 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘭𝘢 𝘥𝘪𝘢𝘥𝘦𝘮𝘢 𝘥𝘦 𝘭𝘢𝘴 𝘔𝘶𝘴𝘢𝘴".
𝘌𝘻𝘳𝘢 𝘗𝘰𝘶𝘯𝘥.
Me despido de mi mano
que pudo mostrar el rayo
o la quietud de las piedras
bajo las nieves de antaño.
Para que vuelvan a ser bosques y arenas
me despido del papel blanco y de la tinta azul
de donde surgían ríos perezosos,
cerdos en las calles, molinos vacíos.
Me despido de los amigos
en quienes más he confiado:
los conejos y las polillas,
las nubes harapientas del verano,
mi sombra que solía hablarme en voz baja.
Me despido de las virtudes y de las gracias del planeta:
los fracasados, las cajas de música,
los murciélagos que al atardecer se deshojan
de los bosques de casas de madera.
Me despido de los amigos silenciosos
a los que sólo les importa saber
dónde se puede beber algo de vino
y para los cuales todos los días
no son sino un pretexto
para entonar canciones pasadas de moda.
Me despido de una muchacha
que sin preguntarme si la amaba o no la amaba
caminó conmigo y se acostó conmigo
cualquiera tarde de esas en que las calles se llenan
de humaredas de hojas quemándose en las acequias.
Me despido de una muchacha
cuyo rostro suelo ver en sueños
iluminado por la triste mirada
de trenes que parten bajo la lluvia.
Me despido de la memoria
y me despido de la nostalgia
—la sal y el agua
de mis días sin objeto—
y me despido de estos poemas:
palabras, palabras —un poco de aire
movido por los labios— palabras
para ocultar quizás lo único verdadero:
que respiramos y dejamos de respirar.
LOS DOMINIOS PERDIDOS
LOS DOMINIOS PERDIDOS
𝘢 𝘈𝘭𝘢𝘪𝘯-𝘍𝘰𝘶𝘳𝘯𝘪𝘦𝘳.
Estrellas rojas y blancas nacían de tus manos.
Era en 189… en la Chapelle d’Anguillon,
eran las estrellas eternas
del cielo de la adolescencia.
En la noche apagaste las lámparas
para que halláramos los caminos perdidos
que nos llevan hacia un laúd roto y trajes de otra época,
hacia una caballeriza ruinosa y un granero de fiesta
en donde se reúnen muchachas y ancianas que lo perdonan todo.
Pues lo que importa no es la luz que encendemos día a día,
sino la que alguna vez apagamos
para guardar la memoria secreta de la luz.
Lo que importa no es la casa de todos los días
sino aquella oculta en un recodo de los sueños.
Lo que importa no es el carruaje
sino sus huellas descubiertas por azar en el barro.
Lo que importa no es la lluvia
sino sus recuerdos tras los ventanales del pleno verano.
Te encontramos en la última calle de una aldea sureña.
Eras un vagabundo de barba crecida con una niña en brazos,
era tu sombra —la sombra del desaparecido en 1914—
que se detenía a mirar a los niños jugar a los bandidos,
o perseguir gansos bajo una desganada llovizna,
o ayudar a sus madres a desvainar arvejas
mientras las nubes pasaban como una desconocida,
la única que de verdad nos hubiese amado.
Anochece.
Y al tañido de una campana llamando a la fiesta
se rompe la dura corteza de las apariencias.
Aparecen la casa vigilada por glicinas, una muchacha
leyendo en la glorieta bajo el piar de gorriones,
el ruido de las ruedas de un barco lejano.
La realidad secreta brillaba como un fruto maduro.
Empezaron a encender las luces del pueblo.
Los niños entraron a sus casas. Oímos el silbido del titiritero que te llamaba.
Tú desapareciste diciéndonos: «No hay casa, ni padres, ni amor; sólo hay
compañeros de juego».
Y apagaste todas las luces
para que encendiéramos
para siempre las estrellas de la adolescencia
que nacieron de tus manos en un atardecer de mil ochocientos
noventa y tantos.
(Fuente: Lab De Poesía)
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