Alquimia
Los envidiosos no tenían alma. Eran ciegos a la belleza de tu corazón, sordos a la voz de tu espíritu y mudos frente a lo que en vos hay de sagrado. Aún así sintieron una vaga tibieza en sus manos heladas al verte pasar. Así que se acercaron a tu alma flamígera para encender el fuego de sus altares tristes, calentarse los dedos ateridos en la llama dorada que, elevándose al cielo, brotó con un destello y se apagó.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
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