martes, 1 de febrero de 2022

Marosa Di Giorgio (Salto, Uruguay, 1932 - Motevideo, 2004)

 

Historial de las violetas

 

 

 

I

Me acuerdo del atardecer y de tu alcoba abierta ya, por donde ya penetraban los vecinos y los ángeles, Y las nubes -de las tardes de noviembre- que giraban por el suelo, que rodaban. Los arbolitos cargados de jazmines, de palomas y gotas de agua. Aquel repiqueteo, aquel gorjeo, en el atardecer.

Y la mañana siguiente, con angelillas muertas por todos lados, parecidas a pájaros de papel, a bellísimas cascaras de huevo.

Tu deslumbrador fallecimiento.

 

II

Cuando miro hacia el pasado, sólo veo cosas desconcertantes: azúcar, diamelas, vino blanco, vino negro, la escuela misteriosa a la que concurrí durante cuatro años, asesinatos, casamientos en los azahares, relaciones incestuosas.

Aquella vieja altísima, que pasó una noche por los naranjales, con su gran batón y su rodete.

Las mariposas que, por seguirla, nos abandonaban.

 

III

Por el jardín las flores, las cebollitas tornasoladas. Es la tarde de María Auxiliadora. Y la Virgen está allá en el cielo pintada con sus pimpollitos, su alhelí, dulcemente a la acuarela, con su niño y sus estrellas. Y un ángel -pequeño- se hace evidente cerca de su sien, resplandece por un instante, desaparece, vuelve a aparecer.

De pronto, se lanza hacia la tierra, cruza el bosquecillo, entra en la casa, se asoma a los pasteles de manzana, me mira a mí que lo miro fijamente y empiezo a llorar, se va volando, volando, de nuevo, hasta la Virgen.

 

IV

Es la noche de las azucenas de diciembre. A eso de las diez, las flores se mecen un poco. Pasan las mariposas nocturnas con piedrecitas brillantes en el ala y hacen besarse a las flores, enmaridarse. Y aquello ocurre con sólo quererlo. Basta que se lo desee para que ya sea. Acaso sólo abandonar las manos y las trenzas. Y así me abro a otro paisaje y a otros seres. Dios está allí en el centro con su batón negro, sus grandes alas y los antiguos parientes, los abuelos. Todos devoran la enorme paz como una cena. Yo ocupo un pequeño lugar y participo también en el quieto regocijo.

Pero, una vez mamá llegó de pronto, me tocó los hombros y fueron tales mi miedo, mi vergüenza, que no me atrevía a levantarme, a resucitar.

 

V

Anoche realicé el retorno; todo sucedió como lo preví. El plantío de hortensias. La Virgen -paloma de la noche- vuela que vuela, vigila que vigila. Pero, los plantadores de hortensias, los recolectores, dormían lejos, en sus chozas solitarias. Y mi jardín está abandonado. Las papas han crecido tanto que ya asoman como cabezas desde abajo de la tierra y los zapallos, de tan maduros, estiran unos cuernos largos, dulces, sin sentido; hay demasiada carga en los nidales, huevos grandes, huevos pequeñitos; la magnolia parece una esclava negra sosteniendo criaturas inmóviles, nacaradas.

Toqué apenas la puerta; adentro, me recibieron el césped, la soledad. En el aire de las habitaciones, del jardín, hasta han surgido ya, unos planetas diminutos, giran casi al alcance de la mano, sus rápidos colores.

Y el abuelo está allí todavía ¿sabes? como un gran hongo, una gran seta, suave, blanca, fija.

No me conoció.

 

VI

Aquel verano la uva era azul -los granos grandes, lisos, sin facetas-, era una uva anormal, fabulosa, de terribles resplandores azules. Andando por las veredas entre las vides se oía de continuo crecer los granos en un rumor inaudito.

Y en el aire había siempre perfume a violetas.

Hasta las plantas que no eran de vid daban uvas. Llegaron mariposas desde todos los rumbos, las más absurdas, las más extrañas; desde los cuatro rumbos, llegaron los gallos del bosque con sus anchas alas, sus cabezas de oro puro. (Mi padre se atrevió a dar muerte a unos cuantos y se hizo rico).

Pero, salía uva desde todos los lados. Hasta del ropero -antigua madera- surgió un racimo grande, áspero, azul, que duró por siempre, como un poeta.

 

VII

Yo no sé, pero, veo a la langosta, en su plato de plata, roja, delicadísima, castaña; bajo sus costillas de arroz, viven el amor, la champaña, las bodas futuras, los crímenes extraños, el agua todo vive bajo su sacón de pimpollitos rojos.

 

VIII

A veces en el verano, llueve, sólo un poco, de bajo de los árboles. Entonces, aparecen los grandes caracoles que avanzan siempre como si estuvieran inmóviles; pero, avanzan siempre, estiran el cuello, todo lo miran y escudriñan. A veces, se retraen tanto, se vuelven tanto sobre sí mismos, que ya parecen yo-yós de nácar, tomates de cristal.

Ese ejército espumoso me da miedo y alegría.

Y mamá allí, que inmóvil vigila con sus largas alas, sus “aigrettes”.

 

IX

Anoche, vi otra vez, la cómoda, la más antigua o la de las bodas de mi abuela y la juventud de mi madre y de sus hermanas, la de mi niño allí estaba con su alto espejo, sus canastas de rosas de papel.

Y vino la periquilla blanca-casi una paloma – desde los árboles, a comer arroz en mis manos. La sentí tan bien que iba a besarla.

Pero, entonces, todo llameó y se fue.

Dios tiene sus cosas bien guardadas.

 

X

A esta hora las chacras se quedan solitarias; pero, de vez en vez, sobresalen de entre las hojas, las cabezas negras de los ladrones.

Andando por algún camino, surgen de pronto, los gallos salvajes y se están allí, de pie en el aire -la uña en corva, la negra cresta llameante-, están allí de pie, escudriñando, escuchando.

Y antiguas voces, clamores increíbles, vuelven a contar, a anunciar sucesos ya remotos, viejas bodas, viejos funerales.

Y la luna, quieta, traicionera, en su cueva de membrillos.

 

 

(Fuente: Revista Altazor)

 

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