El árbol de membrillo
El tiempo era, al final, nuestro único tema.
Por suerte, vivíamos en un mundo con estaciones:
sentíamos que teníamos acceso a cierta variedad:
oscuridad, euforia, varios tipos de espera.
Supongo que, en rigor de verdad, nuestros intercambios
no se podrían llamar conversaciones, porque se imponía
el acuerdo, la repetición.
Y aún así, sería un error pensar que no teníamos
idea de lo que le pasaba al otro y que no respondíamos
en profundidad al mundo, como sería un error pensar
que vivíamos vidas limitadas o vacías.
Teníamos gran riqueza.
Teníamos, de hecho, todo lo que veíamos
y si bien es verdad que no veíamos
ni demasiado lejos ni con mucho detalle,
lo que podíamos discernir lo absorbíamos
con un hambre que apenas se imaginan los jóvenes,
como si toda la experiencia se hubiese canalizado
en estas pocas percepciones.
Canalizado sin dejar recuerdo.
Porque para nosotros, el pasado era un referente perdido,
una imagen perdida, un relato perdido. ¿Qué contenía?
¿Había amor ahí? ¿Alguna vez
habrá habido un esfuerzo sostenido? ¿Y fama?
¿Habrá habido algo así alguna vez?
Al final, no hizo falta preguntar. Porque sentíamos
el pasado: estaba, de algún modo
en esas cosas, el jardín de ade4lante y el de atrás
las impregnaba, dándole al arbolito de membrillo
un peso y un sentido casi insoportables.
Perdida por completo y a la vez extrañamente viva,
la totalidad de nuestra existencia humana:
Sería un error pensar
que porque nunca salíamos del jardín
lo que sentíamos era reducido o parcial.
En su grandeza y su esplendor, el mundo
estaba al fin presente.
Y de eso conversábamos o hacíamos alusión
cuando se nos daba por hablar.
El tiempo. El árbol de membrillo.
Y vos, en tu inocencia, ¿qué sabés de este mundo?
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
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