Arboles dormidos
Todo lo que hay entre lo que debería ser
y lo que no, puede explotar. Me dijeron
un montón de veces que “quien no tiene tierra
no tiene mar”. En un sueño, papá aprendió
a volar. Esta es la historia del sicomoro
al que se trepaba cuando era chico para ver la lluvia.
A veces lovía tanto que dolía. Como si fueran
palazos. Después el barro se ponía rojo.
Mi hermano creía que las pesadillas te podían
matar en sueños, e insistió en que despertáramos
a papá de sus gritos ahogados la noche
del día que nos llevó a conocer su pueblo.
Ya no era su pueblo: descubrió que habían apmputado
su árbol.
Entre una caída y la siguiente
hay una ingravidez. Cierta mujer me quiso.
Me preguntó cómo se dice “árbol” en árabe.
No se lo dije. Ella estaba triste. No entendí
cuando se fue. En sueños, vi tres veces al mismo hombre.
Un hombre conocido, que era capaz de transformar a otro
en un ser mitad reptil. Yo era inmune. O creía serlo. Tenía
terror de ser el único que quedase. Cuando despertamos a papá,
se estaba escapando de unos soldados. Ahora
no se acuerda de esa noche. Se ríe
de otro sueño, le levantó la mano a un rey
y trató de no contenerse. Salió volando
pero mamá lo despertó y lo estrechó en sus brazos una hora.
O media hora, o lo que tarde una migración interna.
A lo mejor, si se lo hubiera dicho:
“Shejerah”, me habría recordado por más tiempo.
A lo mejor, no sé mucho de sueños,
pero mamá me enseñó la ley de los augurios.
Los muertos saben de los moribundos y a veces los atajan
mientras duermen, igual que el sicomoro
al que se trepaba mi papá.
Cuando era chico, para ver caer con fuerza
la lluvia y hamacarse suavemente.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
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