domingo, 29 de octubre de 2023

Javier Sologuren (Perú, 1921-2004)

 

Recinto

 


        
 
 
 
         -¡Oh Perséfone, Perséfone, tráeme de los lnfiernos
           la vida de un muerto!
                                                            D.H. Lawrence
 

                      En los tiempos muy antiguos, cuando un
                      hombre moría, dejaban su cadáver, así no
                      más, tal como había muerto, durante cinco
                      días. Al término de este plazo, se desprendía
                      su ánima ¡sio! diciendo, como si fuera una
                      mosca pequeña.
                                       Dioses y hombres de Huarochirí
                                       (narración quechua recogida por
                                       Francisco de Ávila, circa 1598).
 
 

no circulaba nada
nada rodado nada oscilado
la muerte cayó de arriba abajo como un puño
inapelable
se entrañó el aire
la araña quedó al cabo de su hilo seca
la falena recamada el facetado insecto
intacto y muerto
en la segunda sílaba quedó
del cuculí el quebrado canto
desconocidos la sandalia y el asfódelo
inmerso en su alma el heliotropo
en suaves flores deshecho el hueso blanco
se contrajeron racimos rostros vísceras

espacio y tiempo apretaron sus mandíbulas
hubo objetos que no desistieron
el oro recogió sus destellos
lo encerrado fue el reino
sólo un latido tocó nuestra memoria

la angustia pesó tanto
como la sangre encendida
la estrella no crepitó sobre la ola
ni sobre frescas yerbas descendieron
lágrimas o presagios
todo quedó como cuando
se destapa una tina
un final estertor
y barcos de papel del niño que jugaba
blancos hacinados
nada nadie
ni rey ciudadano o mendigo
entre cien mil hojas secas
sintiendo hurgar su fina daga
oculto esplendor bajo las patas del rebaño
bajo olivos y molles bajo tiempo
limpio todo limpio y callado

(Una mosca tal vez negra o azul nos recordaron
-nos confesó el huaquero y quizá Schliemann)

llegamos al sitio del aire
a la botella subterránea
allí donde translucen escarlatas
alas de pimiento
esmeraldas polvorientas
turquesas absorbidas por milenios
el aire estaba allí con su túnica de fiebre
nimbado de altos vasos donde
cuaja el silencio
toda costra su grave sangre

(Ud. sabe -dijo Schliemann, dijo el huaquero-
después de cuánto romper la tierra, al fin estábamos al borde)

el abismo es implacable
abrir los ojos respirar profana
intentando sin embargo extraer
de cien mil hojas secas el poema
hollando el manto oscuro del oro de la tierra
el intransitable sueño de la especie
intentando apurar la dosis
de verdad de delirio
poner la antigua joya sobre el pecho
el joven pecho de Sophia Engastromenos
sorprender los élitros
la impredecible vibración

(entonces amigo -dijo el huaquero, dijo
Schliemann- entonces vimos el tesoro)

decididos a extraer de cien mil
hojas secas el poema
ruido o palabra que fuera a quebrantar
la equívoca eternidad de la muerte
rompimos la entraña
rompimos el sello
cayó el polen musitante
la remota semilla
ardió el grano del cereal incógnito
la luz fue el aire de la vida.

(¿Por qué la apuñalamos, por qué
la penetramos? esta tierra que nos mueve,
nos llama, nos excita -preguntó Schliemann,
preguntó el huaquero)

quién nos apura sí quién nos pide cuentas
antes que el día concluya quién
el plano nos muestra
nos exige entenderlo
quién muerde en nuestro corazón
el ácido fruto
quién

(dijo el huaquero.. abrí un fardo y quise hallarlos
siempre; dijo Schliemann: las armas brillan, y
más tarde volvieron a brillarme en el recuerdo)

pero no basta el cielo
sus espadas triunfadoras
sus transparentes lagos
sus ardientes espumas

los ojos que acarician

no basta el fuego
incorruptible del corazón
ni su marcha
de reloj de infinitos rubíes
no basta la tierra
cuya sustancia nutrimos
cuya sustancia nos nutre
la enmascarada y ocultante
calidoscópica atesorada
reverberando en fraccionados espejos
en irrepetibles accidentes
la embriagadora la desamorada

a nuestro amor no basta
menos aún los pobres dioses
que día a día levantamos
día a día quebramos
con manos o palabras
no basta
nada basta al amor
el crudelísimo insaciable

(Schliemann y el huaquero: abrimos la tierra,
la cerramos con nuestro propio polvo, abrimos
nuestro propio polvo, lo cerramos con la tierra)

porque todo es origen
nuestro polvo nuestro oro
el crujiente muerto y vivo
hacinamiento de las hojas
el brazo tendido hacia la vida
las aguas hostiles de la charca
el tornillo sin fin
el heliotropo ardiendo
nuevamente junto al muro
la sandalia en el sendero
las ilusiones cayendo desde siempre
el espíritu que sube de la botella rota
la madera tatuada por los años
la llave colgada de cualquier llavero
el silencio con camisa de seda
la prieta bulla de la calle
las piedras canto rodado canto edificado
las moscas negras áureas irisadas
los cordiales saludos y
los saludos de compromiso
las palabras que son vocablos
que son voces
que son términos
los adobes roídos de sol
la vuelta de la esquina
la tina llenándose de agua
derivando los barcos de papel
la infancia del centavo gordo
y del centavo chico
la situación relativa al absoluto
la sangre que se va por la que viene
el collar de Helena en el cuello de Sophia
la fuente negra el claro pozo
la pintada arcilla del mastuerzo
el cine y su esfera de sueños
el cambio de piel de ropa
las cien mil hojas secas
y el estar decidido
a extraer de ellas el poema
y todo oscilando
rodando
circulando
 
 

Javier Sologuren, incluido en Las ínsulas extrañas. Antología de poesía en lengua española (1950-2000) (Galaxia Gutenberg Círculo de lectores, Barcelona, 2002, selecc. de Eduardo Milán, Andrés Sánchez Robayna, Blanca Varela y José Ángel Valente).
 
 
(Fuente: Asamblea de palabras)


 

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