LA CURA
LA CURA
El cascarón liso del huevo
sostenido en el cuenco de la mano materna
resbalada por el cuerpo del hijo, allá en el norte.
Eso vi:
Una mujer más elemental que tú
espantando a la muerte con ritos caseros, cantando
con un huevo en la mano, sacerdotisa
más modesta no he visto.
Yo la miraba desgranar sobre su regazo
los maíces de la comida
mientras el perro callejero se disolvía en el relente del sol
lamiendo
el dolor arrojado a la tierra
junto con el huevo del milagro.
Así era. La vida pasaba sin aspavientos
entre gente parca, padre y madre
que preguntaban por mi alivio. El único valor
era vivir.
Las nubes pasaban por la claraboya
y las gallinas alineaban en su vientre sus santas ovas
y mi madre esperaba
nuevamente el más fresco huevo
con un convencimiento:
la vida es física.
Y con ese convencimiento frotaba el huevo contra mi cuerpo
y así podía vencer.
En ese mundo quieto y seguro fui curado para siempre.
En mí se harán todos los milagros. Eso vi,
qué no habré visto.
EN EL OJO DE AGUA
Era
un ojo de agua, una lagunilla
de donde bebíamos
gentes y caballos. La luz
no entraba en el agua, la oscuridad que venía del fondo
era más poderosa. Los niños
nos acuclillábamos en su borde redondo
y esperábamos
los pobres envíos de lo insondable.
En sus orillas había una respiración, la cadencia
de un animal muy remoto, un dios mudo
que desde su profundo lecho
mantenía la vida de todos nosotros.
Del fondo afloraban restos de algas, insectos abisales
que nadie podía cazar, pajitas, líquenes
pero todo era indescifrable.
En realidad no esperábamos nada, sólo el placer
de estar en el borde, no sabiendo nada claro, imprecisos
y un poquito idiotas.
A los cincuenta años
ya sabes que ningún dios te va a hablar claramente.
En el viejo ojo de agua
esta vez tampoco hay imágenes definitivas.
Aquí abandona tu arrogante lucidez
y bebe.
***
(Fuente: Ceciia Pontorno)
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