Hijos del pueblo
Juntando hojas secas, claro, ha llegado el otoño
y hay que bailar, señores,
sobre las tumbas de los ahorcados y los blancos leprosos.
Juntando hojas secas, decía,
podríamos entre todos escribir un poema.
O tal vez, humildemente, arrancando queridas páginas de libros enterrados
en el pico secreto del pájaro de las bibliotecas,
podríamos tejer otra niebla, una vieja canción
para los ordenanzas grises de la poesía,
una canción del amor que no vuelve
donde las señoritas del fichero
santificarán sus culos transparentes.
Entonces todo sería heroico y quieto y sería leído con anteojos de pluma
y alguien, con la ficha correcta, treparía por los estantes de libros silenciosos
hasta encontrar a Homero sentado en las tribunas populares
esperando el comienzo
del partido
de Troya.
Desde luego sería algo que juntáramos todos,
todos, gritando hijo del pueblo, hojas secas
a la mierda con la poesía,
y viva la muchacha que se calienta y te jura un amor más eterno que el mar
te juro por mi madre.
Todos cantando hijo del pueblo te oprimen cadenas
y esa injusticia no puede seguir,
pisando la última hoja de otoño,
la última, violada para siempre
en los dedos inocentes del pueblo.
Vea señor, tal vez no entendamos si usted conoce la fórmula de la dinamita
sí, la del doctor Nobel que una tarde
se perdió en un bosque de cedros milenarios
y nunca más volvió.
Y puedo asegurarle, yo que ando en el fato
que las alondras de su secretaria,
encendieron la mecha:
y hasta las últimas estrellas volaron las violetas
desde el jarrón melancólico donde orinaba recatadamente
el mercader de fuego.
Tal vez nos pongamos de acuerdo
si usted conoce algo eternamente calcinado,
algo de Gog y Magog,
algo del trono sepultado en el fondo del mar,
si usted cree, como yo, que la poesía ha muerto
(rajá, turrito, rajá)
en la mierda sagrada de los citaristas.
Si usted cree que arremangándose y llorando
puede aún rescatar en los pantanos
los huesos adorables de un soneto
y con ellos levantar una casa escondida,
un quilombo fantástico de ángeles.
Si usted cree, yo creo.
Y eso sí, compañero, hay que pisar las flores
y sacarse la cera de Ulises, el de sucias orejas;
porque ya las sirenas duermen en el castillo de los ojos del mar
y el canto es, ahora, el aullido sin tregua de los hijos del pueblo.
Te oprimen cadenas y esa injusticia no puede seguir
si tu existencia es un mundo de penas
antes que esclavo prefiero morir.
Pero morir como Di Giovanni, después de haber olvidado en la última celda
un libro, inútil ya, del inservible Valery.
Morir con la bala de plomo y no de oro
morir a muerte viva, a pelotón y a muro confuso de la selva;
morir, morir a gritos
y no como la fugaz mariposa clavada en el alfiler bello de los viejos museos.
(Dulce canción de amor, dime quién eres,
en qué ladrón de rosas se esconde tu secreto
en qué piano mordido por el sol pavoroso de los ciegos
suena el vals del eterno retorno.)
Es cierto, a veces pensamos que escribir un poema
es ordenar la belleza de las criaturas,
o tal vez orinar en los jardines que caen de la luna
o besar, lengua a lengua, la tierra que es la noche.
(Pero el canto retorna y comprendemos
que un poema no está jamás escrito con palabras
no con esas tristes monedas de saliva terrestre,
ni con imágenes dibujadas en pizarras rotas
por sacerdotes ciegos junto a las viudas del atardecer)
Escribir un poema es morir VIENDO
viendo al dragón de las siete diademas
y a la mujer que ha de parir hijo varón.
Es morir como testigo de la muerte que muere
cuando, hijos del pueblo,
en las redes que los mares no mojan
rescatemos al pez que fue nombrado Pan.
Y entonces sí, compañeros, peregrino, soldados del desierto,
hijos del pueblo,
tendremos que volar con dinamita las cadenas
y morir la no muerte,
y gritar junto a las bestias sagradas de los últimos días
que el Profeta ha llegado otra vez a la tierra
¡E viva l’anarchismo e la libertá!
Último Reino, nº 15, Buenos Aires, enero-junio de 1986
Envío de Jonio González
Ref.:
Autores de Concordia
Página 12
Poesía del Mondongo
La Quinta Pata
(Fuente: Otra iglesia es imposible)
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