lunes, 21 de diciembre de 2020

María do Rosário Pedreira (Lisboa, Portugal, 1959)

 

 

BÁRBAROS

 

Venían de lejos, empujados por los vientos, y escondían

en las manos un puñado de arena fina para no olvidarse

del olor de los desiertos. Subieron a la montaña y,

con una rama quebrada, se pusieron a trazar el contorno

del lago y los caminos tortuosos de las primeras márgenes.

El agua les fascinaba, como a los caballos que traían

alados y sin crines para llegar siempre más pronto.

 

Esa noche acamparon en el valle. Asaron un venado. Brindaron por

las mujeres que habrían de tener. Y se durmieron

más lejos del cielo.

 

Soñaron con el fuego para no tener que cortar el trigo.

Por la mañana, la planicie estaba aún más plana.

 

 

 

 

 

Antes de un lugar está su nombre. Y aún antes

 

el viaje hasta él, que es otro lugar

más discontinuo e innombrable.

 

Recuerdo

 

el cuadriculado verde de las colinas,

el sol entretenido por los tejados a lo lejos,

los rebaños empujados en los caminos,

un perro pequeño que se arriesgó en la carretera

 

¿Íbamos o veníamos?

 

 

 

 

 

Los gatos se resguardan de la lluvia.

 

Alguien dice tu nombre en la ventana,

mientras mira las aves que parten hacia el sur.

 

Hay una memoria empañada de otro otoño,

cenizas en el patio,

el perfume de algo que muere, pero no duele.

 

 

 

 

 

Cuando yo muera, no digas a nadie que fue por ti.

 

Cubre mi cuerpo frío con una de esas sábanas

que colmamos de besos cuando marcaban otras horas

los relojes del mundo y no había aún quién supiese

de nosotros; y llévalo después junto al mar, donde pueda

ser solo un poema más, como aquellos que escribía

en cuanto la madrugada se apoyaba en las ventanas y yo

tenía miedo de acostarme sola con tu sombra. Luego deja

 

que en mis brazos se posen las aves (que, como yo,

traen entre las plumas la nostalgia de un verano cargado

de pasiones). Y planta a mi alrededor una sarta de rosas

blancas que llamen a las abejas y una hilera de árboles

que perfumen la noche… porque la muerte debe ser clara

como la sal en la cresta de las olas, y la ceguera siempre

me asustó (y ya me cegué de amor, pero no le cuentes

a nadie que fue por ti). Cuando muera, déjame

 

viendo el mar desde lo alto de un peñasco, y no llores ni

roces con tus labios mi boca fría. Y prométeme

que rasgarás mis versos en trozos tan pequeños

como pequeños fueron siempre mis odios; y que después

los lanzarás en la soledad de un archipiélago y te irás sin mirar

hacia atrás ninguna vez: si alguien los ve de lejos brillando

en la polvareda, pensará que son flores desvestidas por el viento, estrellas

que se han escapado de las tinieblas, gotas de luz, lágrimas de sol,

o plumas de un ángel que perdió las alas por amor.

 

 

en "Una casa con palabras dentro", Huerga y Fierro, Madrid, 2017. Trad. del portugués: Verónica Aranda. 
 

(Fuente: Revista Altazor)

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario