sábado, 19 de diciembre de 2020

Ramón Cote Baraibar (Colombia, 1963)

 

 

EXPULSIÓN DEL PARAÍSO
Masaccio

Para Renato Sandoval

Ni siquiera las lágrimas
espesas como el mercurio

ni el yunque ardiente
que les quemaba muy adentro

ni los kilómetros de zarzas
que hicieron sangrar sus tobillos

ni la prolongada llovizna
que los recibió de pie en la intemperie.

Nada, nada de eso, ni las semanas ni las arenas
ni las sucesivas generaciones

han podido borrar de nuestros cuerpos
ese aroma a jazmín que un día muy lejano

trajeron del Paraíso.

 

 

 


RES DESOLLADA
Rembrandt

Para Antonio López Ortega

Cómo sabes que me corrompe el aire.

Por qué te enamoraste de mi ahora que cuelgo
y enumeras cada una de mis costillas,
y con detenimiento observas los nudos de mis tendones
como si me hubieras visto alguna vez pastar entre los campos.

¿Acaso te reconoces en mis heridas?

Si esto llegara a ser cierto, hermano mío, entonces
déjame abrirme en carne viva
para mostrarte mi fragante entrada a la muerte.

Termina de una vez por todas, pintor de cara triste,
mira que muy pronto me llamarán pestilente
y me convertiré en la atracción de todas las moscas
de este matadero de Amsterdam.

 

 

 

 

AVISO DE TORMENTA

Pasan las horas de la tarde y este gris
acumulado durante semanas no se decide
a ser tormenta.
Por todas partes de la ciudad se siente un presagio
de trueno, por todas las esquinas se huye
de su amenaza de metal,
como de un temible cuchillo.
Quizás eso explique el esquivo
perfil de sus habitantes, el retroceso
de palomas en los parques,
el angustioso pregón de los loteros y hasta la impaciencia
de los vendedores de paraguas.
Sucede que de su veredicto depende
tanto cautiverio. Basta una advertencia,
un tácito relámpago rasgando el cielo
para que Bogotá sea limitada y muda,
y para que los cerros del oriente,
que parecían protegernos,
se conviertan en cómplices de su resonancia.

Así se vive en esta ciudad de las alturas:
esperando que pase lo peor
y llegue el día en que todos
podamos habitar la merecida inmensidad
del azul que desde hace siglos se nos niega.

 

 

 

 


CEREZAS & GRANIZO

Todo sucedió en la primera semana de marzo
cuando por fin cayeron las cerezas.

Y no cayeron por maduras, por redondas, por rotundas,
cayeron por culpa del granizo y su inexplicable cólera.

Después de la tormenta, sobre la compacta blancura del parque,
empezaron a brotar aquí y allá

mínimas manchas de color púrpura,
como si fuera el vestido nupcial de una novia apuñalada.

Fue tanta la prohibición de febrero y la excesiva codicia
entre las altas ramas, las que provocaron esa avalancha de niños

a quienes no les importó cortarse los labios con esa nieve de vidrio
con tal de poder reventar su piel entre los dientes.

Cuando pasados los años alguien les pregunte
por el definitivo sabor que los devuelve a la infancia,

no dudarán en decir que el sabor de las cerezas,
el sabor a venganza que tenían esas cerezas heladas,

y enseguida añadirán que todo sucedió en un lejano marzo,
en su primera semana, después de una tormenta,

cuando el granizo del parque se fue tiñendo de rojo,
como después su vaho, como las puntas de sus dedos,

como también su memoria, desangrándose, ahora al recordarlo.

 

 

 

 


LA CIUDAD DE LOS PUENTES AMARILLOS

Cuando llegas a tu casa por la noche
tienes por costumbre buscar esas monedas
que se han ido acumulando al fondo de los bolsillos
para armar con ellas mínimas torres
o altas columnas, según el día.
Quien desde la ventana de enfrente te vea
podría decir que pareces un mendigo
o un vulgar avaro que reúne con codicia
sus posesiones, aunque este no sea tu caso
y aunque a primera vista lo parezca.

Pero esas monedas de distintos tamaños y variadas
denominaciones son restos, gastados
testimonios que entregas y recibes diariamente,
y sin que tú mismo lo sepas alguien los va anotando
en su enorme libro de contabilidad,
para saber exactamente el precio que pagas
por cruzar esa ciudad de los puentes amarillos.

 

 

 

 


MIS MUERTES

A los dieciséis años
uno de mis mejores amigos del colegio
se pegó un tiro en la cabeza
por una decepción amorosa.

A los treinta y nueve
mi más admirado profesor de literatura
murió de hipotermia en un río,
por salvar a su perro que se ahogaba
bajo una engañosa capa de hielo.

A los cuarenta y cuatro
un poeta norteamericano que acababa
de conocer desapareció para siempre
en una remota isla al sur del Japón
por ver de cerca la boca de un volcán.

Muchos dirán con sangre fría
que la impaciencia del primero,
la extrema confianza del segundo
o el imprudente proceder
del tercero, fueron la causa determinante,
como si su explicación pudiera justificar
los resultados.

A lo largo de la vida
uno va acumulando muertes
y se empieza a pensar sin quererlo
en cuál de esas será la suya,
si será por amor, Sergio, por lealtad,
Eduardo, o por valentía,
Craig.

 

 

(Fuente: La raíz invertida)

 

 

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