domingo, 27 de agosto de 2023

John Keats (Londres, 1795 - Roma, 1821)

 

Al ruiseñor

I


Me duele el corazón y un entorpecimiento soporífero me punza

el sentido, como si hubiera bebido cicuta,

o vaciado un narcótico lento hasta sus heces,

hace un minuto y hacia el Leteo me hubiese hundido.

No es por que envidie tu feliz destino,

sino porque soy feliz con tu felicidad,

cuando tú, dríade de los árboles, de ligeras alas,

en un melodioso suelo

de verdes hayas y sombras innumerables,

cantas de estío con la soltura de la garganta henchida.


II


¡Oh un trago de vino, que ha sido refrescado

largo tiempo en la tierra profundamente cavada,

sabiendo a Flora y a campo verde,

baile y canción provenzal y alegría ardida al sol!

Oh una copa llena del cálido sur,

llena de la verdadera y ruborosa Hipocrene *,

con burbujas ensartadas temblando en el borde

y la boca manchada de púrpura,

que yo pueda beber y dejar el mundo sin verlo,

y contigo desaparecer en el bosque indistinto:


III


Desvanecerme lejos, disolverme y casi olvidar

lo que tú entre las hojas nunca conociste,

el cansancio, la fiebre y la impaciencia

de aquí, donde los hombres se sientan escuchándose gemir

entre sí, donde la juventud crece pálida y delgadamente espectral,

y muere, donde pasar no es sino estar lleno de pesares

y desesperanzas de párpados de plomo;

donde la belleza no puede mantener los ojos lustrosos,

ni el nuevo amor anhelarlos más allá de mañana.


IV


¡Lejos! ¡Lejos! Pues volaré hasta ti,

no conducido por Baco y sus compañeros,

sino en las alas invisibles de la poesía,

aunque el torpe cerebro se quede perplejo y se demore.

¡Ya contigo! Tierna es la noche,

quizá la reina luna esté en su trono,

rodeada por todos sus duendes estrellados;

pero aquí no hay luz,

salvo la que llega del cielo soplada con las brisas,

atravesando penumbras verdosas y retorcidos senderos musgosos.


V


No puedo ver las flores que hay a mis pies,

ni el suave incienso que cuelga de las ramas,

pero en la oscuridad perfumada, adivino todas las dulzuras

con el mes en sazón dota

a la hierba, a la espesura y al frutal salvaje;

blanco espino y pastoral eglantina;

violetas que raudas se marchitan cubiertas de hojas;

y el hijo mayor de mediados de mayo,

el rosal almizcleño y venidero, lleno de rociado vino,

susurrante morada de las moscas en los atardeceres estivales.


VI


En oscuridad escucho y durante muchísimo tiempo

he estado medio enamorado de la sosegante muerte,

llamándola con suaves nombres en rimas muy pensadas,

para que el aire se llevase mi callado aliento;

ahora más que nunca parece magnífico morir,

cesar al filo de la medianoche sin dolor,

mientras tú derramas el alma completamente afuera

¡con tanto éxtasis!

Aún seguirás cantando, pero oídos tengo en vano:

tu ilustre réquiem se convertirá en mi césped.


VII


¡Tú no has nacido para morir, pájaro inmortal!

Ni que hambrientas generaciones te pisoteen;

la voz que oigo esta noche efímera, la oyeron

en días antiguos emperador y rústico:

quizá la misma canción que encontró su sendero

hasta el triste corazón de Ruth, cuando nostálgica

se vio llorando entre trigos extraños;

la misma que con frecuencia

ha encantado mágicas ventanas, abiertas sobre la espuma

de peligrosos mares, olvidadas en tierras encantadas.


VIII


¡Olvidado! ¡La misma palabra es como una campana,

que doblase desde ti para mi solitario ser!

¡Adiós! La fantasía no puede burlarse tan bien

como es fama que hace, algo engañoso,

¡Adiós! ¡Adiós! Tu elegiaco himno se desvanece

más allá de las praderas cercanas, sobre la quieta corriente,

hacia la ladera de la colina, y ya se sumerge hondamente

en los contiguos claros del valle:

¿fue una visión o un sueño despierto?

Ha huido esa música... ¿Dormido estoy o despierto?

May de 1819



*Hipocrene era el arroyo que corría por el Monte Helicón, y que las musas consideraban sagrado

 

Trad. J. María Martín Triana

 

(Fuente: Ediciones Salado Sur)

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