La vida breve de nuestros antepasados
Pocos llegaban a los treinta.
La vejez era privilegio de árboles y piedras.
Forzoso era apresurarse para llegar con vida
a la puesta del sol,
a las primeras nieves.
Parturientas de trece años,
buscadores de nidos entre juncales a los cuatro,
a los veinte encabezaban cacerías,
hace poco aún estaban y ya no están.
Los extremos del infinito se soldaban rápido.
Las brujas mascullaban conjuros
con dientes aún jóvenes.
El hijo se hacía hombre bajo la mirada del padre.
Los ojos velados del abuelo veían nacer el nieto.
Cierto, jamás contaban años cumplidos.
Contaban redes, ollas, chozas y hachas.
El tiempo, tan generoso con las estrellas del cielo,
les tendía, a ellos, una mano casi vacía
y al instante la retiraba arrepentido.
Otro paso, dos pasos,
a lo largo del espejeante río
que en tinieblas nace y en tinieblas muere.
No tenían un momento que perder,
no podían dejar preguntas para mañana,
ni tener revelaciones tardías, sólo tempranas.
La sabiduría se adelantaba a las canas,
obligada a ver claro antes que clareara,
y a oír voces antes que sonaran.
El bien y el mal.
Poco sabían de ambos y lo sabían todo:
cuando el mal triunfa, se esconde el bien;
cuando el bien se manifiesta, el mal aguarda al acecho.
Uno y otro son invencibles,
imposible desterrarlos más allá de donde hay retorno.
Por eso, no existe alegría sin una sombra de miedo,
y no hay desaliento sin un atisbo de esperanza.
La vida, por larga que sea, será siempre muy breve.
Demasiado breve para añadirle algo.
(Fuente: Benditos poetas / Sin datos de traducción)
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