ACUARELA
El mar no es el agua. Ni las olas. Ni la profundidad.
Hay más agua en la lluvia, más oleaje en el viento,
El tiempo es más profundo. El mar aún no asoma
en la primera espuma, agua rota, trizada, hecha añicos, blancura esquilada del gran lomo del mar. El mar no limita con tierra alguna El mar termina lejos de la costa. A la playa sólo llegan aguas naufragas. El mar crece hacia arriba: fondo del cielo, lecho de la tempestad, la tempestad misma. Por eso hay pescadores que no saben nadar: ellos aman
el mar, no el agua, como esos turistas que aman
sus fotografías con muelles y embarcaciones y pájaros marinos. Cómo se ríe de ellos el mar. Y los ama también. Por eso los atrae los cautiva, los llama. Porque el mar
es el canto de las sirenas, las sirenas, el canto. Sólo el buzo pudo conocer el límite entre el agua y el mar. Y los barcos a vela. Y el pirata de una sola pierna, que dejó la otra en tierra.
inútil como aleta de pez agonizante en el lanchón multicolor de la caleta. Porque jamás llegó un pez a las pescaderías. Allí sólo cuelgan sus despojos, todo lo que no es pez: guiño, salto, flecha, pupila de la huida. Sólo a veces la tierra
se aventura al verdadero mar. Como niño que prueba
el agua con el dedo gordo, adelanta sus piedras. rocas,
sus enormes peñascos. Y en esos granos de arena mayores -piensa el mar- bate sus alas, picotea furioso, hunde su garra líquida, palpita, salpica una gota de mar. Y qué bello ese remedo de mar, su puro eco, el silencio de la palabra maremoto: único atisbo de la eternidad que nos fue dado tener desde esta orilla. Nadie ha visto nunca el mar.
Porque al mar se le ve una sola vez y demasiado tarde.
(Fuente: Marcelo Sepúlveda Ríos)
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