[Lenguaje de señas]
Las moscas son las últimas dueñas
de lo íntimo. Testigos de las pasiones
que sobreviven al cuerpo, las que insisten
con su salmodia terca en la sangre
cuajada y ennegrecida, en la bilis, en el pus,
en todo lo que rebosa
de la carne cuarteada, digerida
desde adentro. Las moscas traducen
el lenguaje de señas de la descomposición,
el que le resta al cuerpo desnudo
de voz: lo dicen sus alas, sus ojos facetados,
minerales, sus patas que frotan
oraciones inquietas, dichas con la prisa
de lo minúsculo.
Azúcar para sobornarlas. Busca
azúcar para pagarle a los ángeles de hocico nervioso
y seis patas, entrégales esa ofrenda
para que también vengan a velar tu sopor tibio,
a custodiar el tedio en decimales, a escuchar
la confesión de los miembros que se desdicen.
Serán las depositarias de eso que llamas alma y que es
una colección de secretos inútiles:
sorda materia sonora, zumbando.
No las espantes. Ábreles la ventana, que entren
a casa y se posen donde mejor puedan verte.
No lo olvides: harán la crónica de ti
en sus ademanes ínfimos. No lo olvides:
donde haya una mosca, allí está
el centro de un mundo perdido,
gesticulando.
[Teoría del electrón único]
Un único electrón
furioso,
presuroso,
persiguiendo
su región imperceptible,
su terreno
que es todos,
yendo y viniendo
y yendo,
desde el principio ciego
del universo y
desde el fin sediento,
sin detenerse por
un respiro,
sudoroso,
frenético,
sosteniendo
por sí solo
todo el tejido
de lo existente.
Un único
electrón,
tiro minúsculo,
hilo invisible,
nudo en el interior
de los objetos,
peregrino sin nombre
ni rostro ni puesto
ni credo. Constructor
secreto de los soles
y el polvo, huidizo
en su complot
de cuerpos y elementos.
Sólo guiño,
crujido seco
en ellos.
[Paternidad]
Respira entrecortadamente, el río. Respira
como si se hubiera atragantado, como si tuviera
un nudo de piedras en la tráquea, guijarros
amontonados, casi dientes. Respira y en su orilla
está mi padre, seis años, detenido, ojos cerrados.
Ha llegado allí sin saberlo, sonámbulo,
caminando sobre el cordel tenso de la noche,
un mismo hilo de aliento que se ovilla
en sus pulmones y atraviesa la selva
tibia, hasta cortarse en el río. El río que es
una astilla en los bronquios. El río que
es una rama sin fruto, dibujada
en la tierra. El río que es una horca
para mi padre de seis años, para sus párpados
apretados como escamas de pez.
Todavía no se ven mis seis años en los suyos.
Pero entre ambos hay una línea
que fluye ciega, hendida.
Lo detienen justo antes de zambullirse. Alguien
lo vio salir de su casa sosegada. El río se queda
colgando solo, quizá más lento, a oscuras.
(Fuente: Casapaís.prg)
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