[El silencio de las supernovas]
El espacio está hecho para el sonido,
para acogerlo, para darle refugio
a su anatomía inquieta, a sus aspiraciones
de ola. Allá afuera
todo habla, todo cuerpo
se rodea con una corte de ruidos minúsculos;
asteroides que chocan, íntimo
desgarramiento de la roca;
soles que son pura espalda encorvada
bajo no se sabe cuál peso;
materia que canta oscura
en una lengua que nadie enseña.
El sonido viaja leve, adelgazándose
hasta desaparecer. Allá afuera todo habla
su música callada, pero nada nunca
escucha.
[Síntoma]
Despierto con un dolor agudo en la pierna.
Lleva varios días allí, casi tímido; es
la primera vez que me saca de la cama.
Pero no me saca realmente: comprendo
al intentar levantarme que no podré caminar
hasta el baño. Es un dolor delgado, pulido,
una navaja que se ha ido enterrando
poco a poco en mi pantorrilla. A su alrededor,
los músculos pesan como bolsas
de tierra. Intento caminar. No costaba tanto
ayer; no costaba tanto hace una semana.
Cuesta mucho más. Las bolsas de tierra
se han roto y todo se ha derramado y ahora
algo ha ido creciendo allí. Algo germinó,
echó sus raíces sordas entre la tibia
y el peroné. Observo mi pierna bajo la luz
ojerosa del baño. La palpo. Está hinchada,
madura, cítrica, a punto de abrirse. Adentro
hay un fruto, lo sé, que me entumece la carne.
Un puño aturdido. Una piedra blanda. Fruto,
fruto ciego sin semilla.
Hundo los dedos en la piel, rebusco, quiero
sacarlo, abrirlo. Exponerlo al brillo poroso de la lámpara.
Pronto, mareados por el olor,
vendrán los insectos.
(Fuente: Casa país. org)
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