Eran en marzo
los tomates más rojos.
Y los triturábamos
en la máquina de picar.
230 botellas boca ancha,
con la pulpa del gozo.
Sencillita nomás,
más algún diente de ajo
y laurel.
Venían las tapas arrepolladas,
los diarios
para proteger el vidrio,
cuestión de atenuar el hervor,
los tres tachos hasta la coronilla,
el fragor del retorcimiento atroz,
el fogón inmisericorde,
el calor que apuñalaba
desde el cielo,
el mediodía fiel,
el asado,
la siesta,
el vino frío,
un pedazo de jamón,
la ensalada de berros,
las risas postergadas
como un río
volcado en la calle,
y una tarde
de baile y meneos.
Y la noche contigua.
El mundo no parecía
lo que es.
O lo que era.
Un olvido
entonces,
un aleteo
que soterraba penurias,
un agregado emotivo
en la tiniebla
que ceñía las viñas,
los racimos a la sazón
y los duraznos por cosechar.
Y en esta cena
de septiembre,
los huesos porosos
y maltrechos,
la salsa en un plato
recién sacado de la heladera,
con aceite de oliva,
orégano, aceitunas negras,
pan casero
y demás,
el vaso repleto,
celebramos un día de gracia,
el corazón renovado,
aéreo y fugaz,
pero los pies
sobre la tierra
que se va,
se va,
que por cabezón
la traje conmigo.
- Inédito -
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