sábado, 5 de marzo de 2022

Angelina Muñiz-Huberman (Hyères, Francia, 1936). Reside en la ciudad de México

 


poesía mexicana



Era una ciudad     




No eran los sonidos de la ciudad los mismos. 
Ni la luz de atardecer, ni el tiempo en que se encendía el alumbrado. 
Saltaba de sorpresa en sorpresa como pequeño conejo acosado. 
Las palabras sonaban a tambor destemplado. 
 
Parecía idéntico el idioma y, sin embargo, era otro. 
Idénticas las caras y eran otras. 
Idénticas las danzas y las canciones, pero otras. 
 
Lo que sonaba no se oía y lo que guardaba silencio atronaba. 
 
Era una ciudad vuelta del revés. Sin principio ni fin: amontonada. 
Y luego, grandes huecos: no de parques ni de jardines. 
Grandes huecos entre casa y casa. Hoyos profundos mucho más que sepulturas en tiempo de guerra. Esqueletos de edificios, ventanas al vacío con jirones de cortinas, al aire, despeinadas. Los techos sobraban y los cables se enredaban a gusto y se desenredaban.

¿Por qué salía a pasear por la ciudad?
Salía porque ni un muro lo aprisionaba, ni una puerta lo encerraba. Al abrir los ojos ya estaba del otro lado y su cuerpo, torpemente, lo arrastraba.
Evitaba columnas derribadas o pasaba sobre ellas esforzando al mínimo los músculos de su cuerpo. Estaba tan cansado.

Estaba tan cansado como rata de alcantarilla que ha escapado al terremoto y su mirada se desorbita.

¿De qué huía?
No era posible saberlo. De una destrucción de tiempos antiguos. De todas las catástrofes que el hombre ha inventado.

Si encontrara una cueva donde refugiarse.
Si encontrara un resquicio en el muro desordenado.
Por lo menos, un árbol frondoso, aunque no supiera cómo llamarlo.

Entonces llegaba al término de la ciudad. Se daba vuelta y repetía sus pisadas con cuidado, caminando entre bloques de piedra, artefactos fuera de lugar, hilillos de agua que escurrían por aquí y por allá.

El hombre, con su cansancio de milenios, se detuvo sobre el polvo y escribió con la yema de los dedos: “Era una ciudad.”



Reconciliación



Y un día acepté el paisaje.

Las montañas,
siempre las montañas.
El lago del recuerdo,
que hubo,
que ya no hay.
Los volcanes al oriente,
los volcanes siempre.
Los volcanes al oriente,
la punta de nieve,
ya blanca, ya breve.
El sol que se pierde en ella.
Árboles lejanos,
de tan lejanos,
olvidados.
No hay agua que corra,
no hay agua que brote,
sólo el agua que cae,
que limpia,
que arrastra,
que reverdece.

Y acepté el paisaje,
el paisaje que no era mío,
que me encerraba en cuatro paredes,
que me daba alta prisión,
con sólo el escape del cielo
y tal cual nube para sentirme mejor.

¿Qué hacer si el paisaje no era mío?
¿Qué hacer si nací de cara al mar?
Si el mar desgastado
había arrastrado la arena
y con ella los recuerdos conjurados.
Si la memoria no guardó nada,
si el olvido era línea confín.

Y sin embargo
durante años
creer en el olvido,
en la tierra perdida,
en el mar que lloraba,
en la imagen sellada.

Hasta que ya no se puede más.
Porque un día ya no se puede más.
Y entonces
al abrir la ventana
ves el alto perfil,
la nieve en los volcanes,
los árboles lejanos.

Y ese día,
ese día,
aceptas el paisaje.
 
 
 
Inti
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Imagen en El Universal
 
 
(Fuente: El Poeta Ocasional)





 

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