Bluehawks (Thelonious Monk, 21 y 22 de Octubre, 1959)
a Alberto Giordano
“Si hay alguna influencia entre nosotros, sólo puede haberse producido en la dirección opuesta”
T. M.
Pero de alguna manera, la dificultad está incrustada
en el placer. En esa época, tenía un montón de espera
en el reloj, y aún no lo sabía. Ninguna persona se mostró
para advertírmelo. Yo no decía “adiós” o “hasta mañana”,
sino simplemente “hasta la próxima”: una bola arrojada
a la capa asfáltica de las posibilidades. Finalmente,
nadie sabe cuál es la referencia a la que se apunta,
porque aquello forma parte del parque lunar que fuera
demolido para establecer en el lugar un estadio de fútbol,
muy pintoresco, una caja de fósforos con sus icónicos
patitos en fila estampados en la marquesina del paquete.
Cada vez que raspábamos sobre su lomo, iba consumiéndose,
de afuera hacia adentro; se vaciaba como sacos de calamar
antes de ingresar a la fritura. Lo mismo cuando decimos
“hasta la próxima”, dado que el mañana se extiende
entre fallidos pronósticos de lluvia a mediano plazo.
Lo que suceda con nosotros no lo sabemos sin predecirlo,
en tanto se pongan en marcha procesos de aproximación.
Por otra parte, el destino nunca estuvo escrito; antes
habrá que someterlo a prueba, a fuerza de insistir
en las certezas. Es lo que produce la fascinación
de lo complejo: al tiempo que se muestra oculto,
transita transparente. Mientras tanto, nos entregamos
a algo que puede cambiar la perspectiva, rápidamente,
donde todo se disuelve en una humedad brillante,
pero casi nadie está preparado para recibir sorpresas
y pocos aceptan eso sin desconocer las consecuencias.
De todos modos, muchos expresan cosas importantes
que sólo son importantes para ellos; lo que no debería
apresurar ningún tipo de impugnación de nuestra parte,
salvo que lo dicho sea más ordinario que la superficie
donde ahora lustro una mesa de fórmica, heredada
de un padre adicto a la extrema limpieza de una mesa
imitación caoba. Incluso también puede que el tiempo
y los anabólicos transformen a los arquitectos
en pianistas de jazz. Todo es aleatorio si se muestra
reconocible. Me sucedió hace pocos meses, mientras
caminaba junto a dos bellas mujeres, cuyo contraste
conmigo hacía que la diferencia sea más notoria.
En situaciones así, una interrupción casual desconecta
el punto donde debe mantenerse el equilibrio. Por cierto,
es precisamente ahí –decía– donde a menudo confundo
un elefante blanco con la aparición de un benteveo
sobre la soga de tender la ropa. Y ocurrió de esa manera.
Sin embargo, llama mucho la atención cómo algunas
personas toleran el hecho de canjear su identidad cuando
ésta va de la mano del malentendido. En el pasado reciente,
aquello se dio en forma devastadora sobre los cuerpos,
y aún seguimos pagando los alcances de la pérdida.
No obstante, ya se sabe, nada se completa por naturaleza.
Imagínate que, por algún motivo, pasás de un vino a otro
y estás allí a punto de sentir una continuidad, de B a C.
Pero si te preguntás cómo llegaste de A a C, no existe
conexión alguna. Y enseguida sucede la misma cosa:
Hiroshima, La Cacha, Srebrenica, Jasenovac, El Vesubio,
etc. Como si flotaras a través de los hechos en medio
de un trance de hipnosis, cuyo maestro de ceremonia
rompa el encanto porque sí, con un chasquido de dedos
y, pese a todo, volvieras al lugar donde te dejaron dormido.
Podés enamorarte de quien quieras, querido/a: una mujer,
un hombre, una ciudad, o bien del espacio preferido
donde dejás la piel cocerse lenta al sol de la mañana,
o acariciando un amuleto de la suerte; también del delantero
de tu club favorito, antes del poner el dedo al azar cuando
girabas entumecido el globo terráqueo en la biblioteca
familiar y, de pronto, de la nada, nazca desde el índice
un país desconocido, con esos nombres ajenos a tu cultura
ya oxidada. Aunque eso nunca dejará de ser un territorio
vacante donde poner en adopción tus propias palabras.
Es más fácil hacerlo rápido que construir algo interesante
sobre un tempo lento. No deja de ser sólo una opinión.
Entonces –parafraseando a Edward Field–, “una mala
crisis es una crisis propia”. Eso mismo sentía cuando
intentaba imitar el movimiento de las manos de los grandes
pianistas sobre un teclado repleto de marcas de humedad,
junto a restos de grasa de pollo encima de la mesa diaria,
trozos grillados a las apuradas cada mediodía de una vida
por entonces. Después, todo se hizo diferente, incluso
idéntico. Uno no tiene derecho a volverse incoherente,
de caer en la anarquía hasta el punto de no construir nada,
de hacer un montón de cosas, unas detrás de otras, y que
todas sucedan como si hubieras nacido de madres diferentes.
Esto no es más que un sueño. Al principio, no teníamos
idioma, y a pesar de ello tuvimos que aprender la lengua.
No teníamos religión y, en realidad, no teníamos casi nada.
Una vez te dije que algún día “necesitarás de esa fabulosa
inconsistencia” que te ofrecía en su momento. Eso sigue
en pie. De todos modos, tenemos la impresión de que,
a fuerza de hacerlo juntos, fuimos tallándonos a nosotros
mismos. No siempre eso funciona, porque se corre el riesgo
de pertenecer a una banda sonora demasiado monocorde
que ni el mismo John Cage se animaría a escribirla.
Es así y nadie puede hacer nada. Otros se habrían puesto
tristes al ver el desenlace de estas acciones, aunque
habrá que aceptar la situación tal como está. Me decía:
“Ahora no es mi turno, pero tal vez mañana...”. Sabés
de sobra que la gente adora tus ideas, pero ejecutadas
por otros. Ahora vienen a buscarlas directamente de quien
las creó y, sin embargo, ya no son tuyas, nunca lo fueron.
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(Fuente: El Poeta Ocasional)
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