Libro de las horas
Cuando esté vieja y el antiguo tropo
se resigne a ceder bajo mis manos y una caña desnuda
ondee sobre el río, allí, cerca del puente
donde un día de agosto, con la lluvia bailando entre las hojas,
me pregunté qué mano me ayudaría a morir
sin hacer aspavientos, por puro efecto de una causa
antigua que no interroga al roble del oráculo
ni a la Pitia ofrece la leche de los niños,
allí, cerca del cauce, cuando esté tan vieja
que mis huesos no evoquen ya la lengua de la fiebre
ni Podalirio pueda remendar el hedor
avanzaré desnuda entre las piedras
y elevaré en el aire los reflejos
que un día me ayudaron a vivir:
la ecuación diofántica de Hipatia y enseguida
su muerte en las palabras de Escolástico:
“la despellejaron con conchas afiladas, la descuartizaron y llevaron sus restos hasta una plaza llamada Cinarón”.
Me detendré a mirar a Cecilia de Roma
leyendo partituras en un cuadro de Tiépolo,
y tomaré el té con Virginia Stephen mientras el rio Ouse
nos llama con la voz helada de Parténope
bajo una luz de amianto y calcedonia.
Más abajo, la vasta ley del tiempo
invocará las sílabas sagradas.
Por una sola vez escucharé mi nombre
y en la voces de Heráclito el oscuro
sabré que estaba escrito en las baldosas
oscuras de la infancia,
cerca del puente donde un día de enero, igual que hoy
aciago, con el torso ofrecido a algún dios impasible,
me pregunté qué mano me ayudaría a morir.
(Fuente: Poesía de El Toro de Barro)
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