lunes, 21 de octubre de 2024

María Negroni (Rosario, 1951)

 

 

El corazón del daño  (Fragmento)



En la casa de la infancia no hay libros.
 
Patines hay, bicicletas, cajas de cartón con gusanos de seda, pero no libros.
 
Cuando le digo esto a mi madre, se enfurece.
 
Por supuesto había libros, dice.
 
No sé. En todo caso, no hay una biblioteca de ejemplares ingleses como la que tuvo Borges.
 
También de otra cosa estoy segura: una mujer difícil y hermosa ocupa el centro y la circunferencia de esa casa. Tiene los ojos grandes, los labios pintados de rojo. Se llama Isabel, pero le dicen Chiche, que significa juguete, pequeño dije, objeto con que se entretienen los niños.
 
En una escena interminable, la miro maquillarse en el baño.
 
Un hechizo de ver esa mujer. A las veces, hambre y golosía.
 
Adentro puro, enigma puro.
 
Mi fascinación la divierte. De vez en cuando, mira hacia abajo y me ve. Solo de vez en cuando.
 
Mi madre: la ocupación más ferviente y más dañina de mi vida.
 
Nunca amaré a nadie como a ella.
 
Nunca sabré por qué mi vida no es mi vida sino un contrapunto de la suya, por qué nada de lo que hago le alcanza.
 
Preguntas que no formulo, no entonces.
 
Solo intento adivinar lo siguiente vivo de las cosas.
 
Mi madre ante el espejo, igualita a Joan Fontaine.
 
Será coqueta hasta el final. Nunca le faltará el rouge en los labios, ni siquiera cuando su historia clínica compute veintitrés fracturas, cuando depure su estética de la enfermedad.
 
Mi madre afirma que había libros en la casa de la infancia.
 
Quién sabe.
 
¡Mirá qué suavita estoy!
 
Hay invitados a cenar y yo me embadurné el cuerpo con tu crema francesa.
 
Había una vez un antes, se perdió.
 
¿Alguien olvida una cosa así?
 
¿O la esconde en el regazo para siempre?
 
En ese antes hay marcas, gruesas como cicatrices, dispuestas a ser leídas, una y otra vez.
 
El rayo tiene una sola función: quemar.
 
Quema ilustrado, feroz.
 
La palabra tupadre.
 
La expresión No contestes.
 
Cuestas del mundo.
 
Vi vago el adelante de la noche.
 
Un libro no tiene ni pies ni cabeza, escribió Hélène Cixous.
 
No hay una puerta de entrada.
 
Se escribe por todas partes, se entra por mil ventanas.
 
Un libro es, al principio, algo redondo.
 
Después se ajusta.
 
En cierto momento se corta la esfera, se aplana, se la transforma en rectángulo o paralelepípedo.
 
Se da al planeta forma de tumba.
 
Se le pone un gabán de madera.
 
Al libro le basta con esperar la resurrección.
 
La casa de la infancia no figura en los mapas.
 
Muy cerca: acequias, terremotos, nieve, un río de piedras que se desborda en verano y se calcina en invierno. Árboles del paraíso y una calle cortada, donde no pasan autos: los chicos andan en bici, juegan a la mancha, al tinenti, al poliladron, las escondidas.
 
Incluso yo, cuando no estoy haciendo deberes, o escribiendo la palabra “necesidad”, primero con “c”, después con “s”, en mi cuaderno de castigo.
 
Hay también la cantidad de pájaros felices, posados en las ramas.
 
Enorme y fría la casa de la infancia: mi madre prende estufas de kerosén que apestan.
 
(El comedor, dice, es una tumba; cuando me muera, pónganme calefacción en el cajón).
 
Tenías asma. No respirabas bien, nunca todavía no aliviada.
 
Una aridez progresiva, un clima de invencible soledad.
 
Te venían unos rugidos de pronto, te ponías de nervios, yo te miraba, quería comprobarte con qué ojos.
 
Te preguntaba adentro: ¿Comiste, lobo?
 
Como si fuera a sublevarme.
 
Qué esperanza.
 
Enseguida obedecía. Como antes y después, como la hija modelo y lisiada que era, como la nena más dulce del mundo, obedecía.
 
No sé hacer otra cosa.
 
Nunca supe.
 
Y al final, quedeme no sabiendo.
 
Con lo huérfano, allí abierto.
 
La palabra bigudíes. La expresión humor de perros.
 
Se escribe en soledad.
 
También, agregó Proust, se llora en soledad, se lee en soledad, se ejerce la voluptuosidad, a salvo de las miradas.
 
Hasta doblar las sábanas (algo tan nimio como eso), precisó Virginia Woolf, puede echar todo a perder, ahuyentar la escucha silenciosa de la que surge toda escritura.
 
El oído se afina en el encierro; lo que pedimos al texto también.
 
Un día empiezan a aburrirnos los libros que entretienen (ya lo advirtió Baudelaire, divertirse aburre) y nos volvemos adictos a la escritura indócil, la que acentúa su rareza, se concentra en la historia de nadie, los problemas de nadie, el significado del mundo y la eternidad.
 
Quien escribe calla.
 
Quien lee no rompe el silencio.
 
El resto es vicio.
 
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María Negroni - El corazón del daño (fragmento)
En el blog https://concedeme-esos-cielos.blogspot.com/ de Daniela D. Pacilio

 

(Fuente: Daniel Rafalovich)

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