miércoles, 16 de octubre de 2024

Philip Larkin (Coventry, 1922 - Kingston upon Hill, 1985)

 



Albada
 
 

Trabajo todo el día y por la noche me emborracho.
La madrugada me despierta con muda oscuridad.
Pronto entrará la luz por la cortina del cuarto.
Hasta entonces, observo lo que no deja de estar:
la muerte indócil, cada día más próxima, vuelve
inútil cualquier otro pensamiento urgente
excepto el final y su hora.
Árido interrogatorio y, sin embargo, el miedo
de morir, y de estar muerto,
parpadea otra vez, aprieta y me sofoca.
 
La mente resplandece en blanco. No hay culpa
por el bien no hecho, el amor no dado, el tiempo
que se arranca; ni desconsuelo, pues no hay duda
de que una vida no basta para un escape lento
de los malos inicios y eso quizá nunca pase.
Nos aguarda la extinción al final del viaje
hacia el fondo de un total abismo eterno
para engullirnos siempre. No estar aquí,
no estar en ningún lugar, y, de repente,
nada más terrible, nada más certero.
 
Es una forma especial de tener miedo
que ningún truco disipa. La religión lo intentaba.
Este vasto brocado musical, de polillas alimento,
creado para pretender que nada nos mataba
y aquellos sofismas secos: No hay ser racional
que tema algo que no va a sentir, sin adivinar
lo peor: se van la vista y el ruido,
no hay tacto o gusto u olfato, nada con que pensar,
nadie a quien amar, nadie con quien conectar,
una anestesia de la que no se sale vivo.
 
Y permanece ahí, al filo de la mirada,
el pequeño borrón sin bordes, un frío animal
que alenta cada impulso y lo vuelve suspicacia.
Casi ninguna cosa sucede: ésta lo hará
y tal realización nos abrasa
en un horno de horror cuando nos halla
sin compañía o alcohol. No sirve ser valiente:
calmar al otro y enfrentar lo que asusta
no sacará a nadie de la tumba.
Ningún quejido o quiebre detendrá la muerte.
 
La luz se aviva y el cuarto toma forma.
Claro como grietas en el muro, lo que sabemos,
lo que sabremos y, aunque no hay escapatoria,
no podemos aceptarlo. De algún modo decidiremos.
Los teléfonos, agazapados, se alistan para sonar
en oficinas cerradas, y comienza a despertar
el mundo indiferente, en renta. Se desgasta
cual arcilla el cielo blanco.
No hay sol. Es hora del trabajo.
Los carteros, como doctores, van de casa en casa.

 

Versión al español de Marcela Santos

 

(Fuente: Cecilia Pontorno) 

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