martes, 15 de octubre de 2024

Carlos López Degregori (Lima, Perú, 1952)

 

Una flor sirve para retrasar el tiempo o acelerarlo

de Carlos López Degregori | Inéditos

 

 
Debilidad con flores

Imagina que invitas una flor a cenar. Le agrada tu compañía, pero tiene celos de la flor unigénita que adorna el centro de la mesa. ¿Se acercará a ti o se distanciará para competir con los candiles, para robarte una mirada piadosa? No lo sabes, como tampoco aciertas a decidir qué comer en esas circunstancias. ¿Carne en flor? ¿Peces en flor? ¿Aire en pétalos? ¿Pistilos y estambres para ensangrentar tus dientes?

Las flores son el misterismo de las plantas. Las hay carnosas, leves, gruesas. Imitan todas las formas y colores. Muchas despiden aromas; otras son fétidas y desencadenan alergias y putrefacciones. Son máquinas de seducción para que los insectos lleven su simiente. Reclaman seres alados que sean compañía y anulen la distancia de las otras flores.

Ah, efímeras. Ah, deleznables. Aquí estoy como un insecto con ustedes. Flores para la recién nacida, para la novia, para los innúmeros muertos de peste. Flores en plazas, en jardines cuadrangulares, en los floreros que son féretros. Una flor en la solapa del saco que necesite hablarte, otra para la monja que regresa a la capilla con un pétalo entre los dedos. Abre los labios y lo engulle. No sabe a dulce, ni a res o peje o ave. Solo a flor, a lapidados colores.

Algo más. Una flor sirve para retrasar el tiempo o acelerarlo. Imanta o excluye.

Es Vehemencia
        Exilio
               Herida


Gran Nudo de Pétalos Arácnidos.


Zozobra para demorar la vuelta a casa.


 
Misterismo

C & C. Un cristal amoroso los separa.

Un pájaro, dice C, viene en las tardes alrededor de las seis. Picotea la ventana. Parece un emisario que trae un mensaje decisivo para mí. Me acerco al vidrio. Alargo los labios y trato de besarlo, pero él se aleja inmediatamente.

C escucha a C y recuerda que en la mañana encontró un organillero en la plaza. Su mono viejo tenía la cintura marcada por la cadena, saltaba al ritmo de la musiquilla con su casaca roja y su pequeño sombrero. Le alcanzó un mensaje que decía:
                ¿cuál es vuestro deseo?
C no puede precisarlo. Piensa en el mono preso en su casilla y en sus ansias de huir.
Piensa en orangutanes, gorilas, hamadríades, macacos japoneses, mandriles que estallan en colores.

Un pájaro, un mandril.
         Allí están las correspondencias.
C quisiera llamar a C con otro nombre atravesado de misterismo:
         Lunerosa, Luneruda, Lunereida.
Sustantivos para atizar colores que son sentimientos o escudos de protección.
¿Cuál es vuestro deseo?
                 ¿Y el mío?

C ama a C a través del cristal.
Es un amor envolvente, lleno de bucles, un amor en sí y para sí.
El pájaro no es un emisario, se acerca revoloteando al vidrio para picotear su reflejo que lo confunde: sigue una señal atávica y debe ahuyentar a los otros machos. Aleja a un adversario fantasma que es él mismo, porque en el árbol está la hembra en un nido con dos huevos del mismo color que el rostro y el culo de un mandril.

C es una Pájara irisada en la superficie del vidrio.
C es un Mandril.
          Los colores son un reclamo prístino, un anhelo.
¿Cuál es vuestro deseo?

El mío, simio medroso, lo perdí.

Tomo una piedra y trizo el vidrio.

Los fragmentos son mi última lluvia lustral.


 
Debilidad por la Virgen de Lourdes

Un regalo que me señale.
Quizás esa lata de sardinas de chocolate
   que compré en el aeropuerto Schiphol
   la primera vez que viajé a Europa.
Tenía dieciocho peces dormidos en su platina celeste
   y una sardina elegida entre tantas sardinas
   que contenía la multiplicación de mi amor.
Al comerla engullirías mi debilidad más íntima
   una espina para cambiar la extrañeza de tu mirada.

Me las devolviste con cortesía
Cada sardina era una dulce afrenta.

Un pez no me señala:
hubiera sido mejor una violeta venida desde África
arrancarla con precisión de cirujano
   depositarla en un campo blanco de neblina
   de papel de arroz
   de paredes brillantes de quirófano.
Una violeta sobre las sábanas que cubren al convaleciente
   cerca del cartel en la puerta que ordena:      
   Sólo personal autorizado.
   Prohibido el ingreso de violetas
   De sardinas
   De debilidades.

Inadmisibles obsequios para mi fiebre.
Necesitaba refrescar mi rostro y busqué un baño:
   alguien había fijado sobre el espejo
   una estampa de la Virgen de Lourdes.
   Se le apareció dieciocho veces a María Bernardette
   y a mi ninguna.

Fue una apropiación venial.
La hurté.
La escondí en el bolsillo
una imagen fría en el cielo protector de mi mano
   mientras caminaba en la tarde hacia tu casa.

La Virgen de Lourdes puede ser un regalo que me señala.


 
Minuet

Llega el día en que el murciélago elige un hogar, lo usurpa hasta volverlo uno con su ceguera de orante o poeta mítico. Cada noche entra por la ventana de la terraza, atraviesa los corredores del aire, devora insectos, mordisquea la fruta de la cocina y siempre busca la cúpula del comedor que es el capricho neurótico en la arquitectura de mi casa.

El murciélago ama su media esfera blanca y rugosa. Le da vueltas, la acaricia con sus alas barrocas. Necesita cubrirla con un tumulto de imágenes que narran la creación y la destrucción, pinta mi historia en colores indecisos, sombras huidas de Baudelaire, minuet de autómatas que refractan los prismas de la lámpara

      murciélago                                         híbrida pieza de plafones
            que cae para arriba
               que teme

que abre las pantallas inconsolables de sus orejas y deja en la superficie de la mesa un hilo de semillas, de excrementos negruzcos:

marcas para el camino que no sé si empieza o termina.


 
Gran hombre mosca

¿Quién eres?

   Una agitación. Un color verde metálico y negro.

¿Dónde estás?

   En una habitación que puede ser la mía. Hace una hora que regresé del mercado
   que se abre a todos los horizontes.

   Había moscas en las frutas, en las verduras, en los trozos de carne parecidos
   a murallas sangrientas, en los pollos arrinconados en sus jabas.

   Cientos de ellas me siguieron zumbando porque yo era un gran hombre mosca.

   Mi habitación es también una jaba y no soy javanés. Sé que Java es una isla que
   ha resistido cientos de erupciones. Sé que nunca viajaré allí, ni a Borneo o
   Sumatra.

   El aire caluroso de mi casa está lleno de moscas. Revolotean incansables, se
   acicalan las alas, las cabezas, los ojos facetados que deben verme como a un
   monstruo cubista. Se reproducen en la cáscara del plátano que comí ayer.

   Una de ellas, la más pequeña, se posa en mi sexo flácido. Hoy será mi grata o
   ingrata compañía.

La dejo estar.

 

 


Carlos López Degregori / Lima, Perú, 1952. Ha publicado once libros de poesía, entre los que se cuentan Las conversiones (1983), Cielo forzado (1988), Aquí descansa nadie (1998), Retratos de un caído resplandor (2002) y La espalda es frontera (2016). Sus poemarios forman los capítulos de un único libro titulado Lejos de todas partes (1978–2018), escrito a lo largo de cuarenta años y publicado a finales de 2018. 

 

(Fuente: Periódico de  Poesía.unam.mx)

 

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