EL EMPERADOR DEL HELADO
al musculoso, y pídanle que bata
concupiscentes cuajos en un bol.
Que las muchachas anden por ahí
con los vestidos que les gusta usar.
Y que los chicos vengan con sus ramos
envueltos en papel de diario viejo.
Dejen que se termine la apariencia.
No hay otro emperador que el del helado.
Retiren de la cómoda de pino,
ésa a la que le faltan dos perillas
de vidrio, aquella sábana que tiene
las palomitas que bordó hace tiempo
ella misma, y extiéndanla de forma
que le tape la cara. Si los pies
callosos sobresalen, será para
mostrar qué fría y qué callada está.
Que la lámpara, fija, la ilumine.
No hay otro emperador que el del helado.
Trad.: Ezequiel Zaidenwerg
(Fuente: Irene Schiffer)
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