SAN KEVIN Y EL MIRLO
SAN KEVIN Y EL MIRLO
Y luego estaba el caso de san Kevin y el mirlo.
Brazos en cruz, el santo se arrodilla
la palma de una mano sale por la ventana, rígida
como un travesaño, cuando un mirlo desciende
y se acurruca y monta ahí su nido.
Kevin siente la tibia puesta, el pecho diminuto,
las garras y la limpia cabeza arrebujada
y, al descubrirse parte de la cadena eterna de la vida,
siente piedad: ahora tendrá que estarse semanas
con el brazo extendido como una rama a la intemperie,
hasta que los polluelos nazcan y cobren fuerzas y aprendan a volar.
•
Puestos a imaginar la escena,
imaginad que sois Kevin. ¿Cuál de todos es él?
¿Olvidado de sí o viviendo un suplicio
con dolores entre cuello y muñeca?
¿Le hormiguean los dedos? ¿Siente aún las rodillas?
¿O es que el vacío subterráneo
ha trepado por él a ciegas? ¿Hay distancia en su cabeza?
A solas, y reflejado limpiamente en el río profundo del amor,
reza: «trabajar y no buscar descanso»,
una oración que eleva de cuerpo entero
pues ha olvidado el ser, olvidado el mirlo,
y en la orilla el nombre del río ha olvidado.
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trad. Jordi Doce en “El Cuaderno”, nº 51, diciembre de 2013.
(Fuente: Jonio González)
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