jueves, 20 de enero de 2022

Carlos López Degregori (Lima, Perú, 1952)

 

COMO EL MÁS LARGO Y SOLO CAMINO

 

Hay algo perverso en esta inexactitud:
tengo dos corazones

y hoy entregaron su primera sangre.
Los extendí. Los miré a contraluz.

Les daba vueltas como a dos cajas imposibles de abrir
y que no sabemos qué contienen

o como a dos pájaros
a los que debemos extraerles la espina que los atraviesa.

Quise ofrecerles aire y agua pero no tenían boca.
Quise explicarles lo que no puede explicarse.

Quise besarlos
y ellos se revolvían como dos imanes enloquecidos.

Tengo dos corazones
y hoy salieron por mi espalda

abriendo la carne como un remordimiento
o una revocación.

Yo los vi perderse abrazados entre la niebla
y los charcos fosforescentes de la calle

sin darse la vuelta para mirarme:
dejaban un reguero de sangre

como el más largo
y solo camino

para llegar a todo.

 

 

CAZAR TRUENOS

 

voy a cazar Truenos:
las trampas son para los machos y los lazos para las hembras:
voy a retorcer su carne encendida
excavaré el aire para encontrarlos
las paredes dentadas de las montañas:
aún no sé lo que es cazar
y si me pidieras que te explicara por qué debo buscarlos
te diría que ellos son el cumplimiento de mi pérdida:
adiós: besa el espacio ausente de mi brazo
y déjame tu insensibilidad:
ella es como los Truenos o la música de los huesos:
deséame Truenos ballena
y mórbidos Truenos de marfil
Truenos madre con sus lucinados Truenos hijos:
concédeme el frío amanecer
y la misericordia de los arpones

 

 

UNOS GUANTES DE CABRITILLA

I

Dejaron una mano en la puerta de mi casa
enroscada en una cesta
entre vendas y sedas.

Era una mano de gruesa arboladura
acostumbrada seguramente a realizar todos los trabajos,
pero intensa a la vez,
alargada
y con una extraña luz que irradiaba
desde algún punto invisible de los nervios
o los huesos.

Me la probé
y se ajustó perfectamente a mi antebrazo
como un guante de cabritilla
o una extremidad
que se ensimisma en un muñón
que ha estado siempre aguardándola.

II

Todos esperamos que algo nos suceda:
un viento de garfios,
un amor confundido de sangre y de cartílagos,
un tesoro del valor exacto de nuestro miedo
o nuestra insensibilidad:
en esa espera transcurrimos
y si tenemos suerte algo definitivo puede sucedernos.

A mí me ha ocurrido esta mano.
No es, por supuesto, un hecho grandioso,
es sencillamente un principio de equilibrio
o de sustitución:
una mano que realiza con mi mano
lo único que puede
y debe hacer.

III

Empecé
o empezó a trabajar con los carbones,
a llenar con una fervorosa caligrafía
el aire y las paredes de mi casa.
No sé de dónde brotaba el impulso que la movía
si de mí
o de un lugar anterior,
ausente
pero de una voluntad incalculable.

Trazaba siempre un animal de vieja piel acorazada,
la carne invadida de bulbos y rugosidades,
un cuerno en la frente para embestir la luz
y muchos cuernos hijos
como espinas atravesadas en el lomo,
los cascos de tres dedos
apenas posados en el suelo
porque cada paso dolía infinitamente,
los ojos densos,
de redonda paciencia
como los tuyos.

IV

Todos esperamos que algo nos suceda
y a mí
solo me ha ocurrido esta mano.

Cuando comenzaba el siglo XVI,
Manuel I recibió un rinoceronte de la India.
Después de deslumbrar a toda la corte de Lisboa
quiso enviarlo al Papa León X
como una seña de espléndida imposibilidad.
En la travesía a Roma el navío naufragó
y el monstruo que viajaba cruzado de cadenas
pereció ahogado.
En 1515, a partir de la sola descripción de un testigo,
dibujaste a la criatura:
no lo hiciste para fijar una bestia desconocida
sino para reconocerte a ti mismo
como un animal de alivio.

Pintaste lo que nunca habías visto:
reuniste en un punto umbrío
tu ceguera
y la vertiginosa inseguridad de las representaciones:
y lo hiciste con una mano desorbitada,
sin ojos que la guiaran,
neumática y autómata,
extraviada en los dedos vacíos de dios.

V

Durante años, con una decisión enfermiza,
he contemplado tus autorretratos.

Hay uno frontal de 1500 en el que te muestras como Cristo:
los ojos enigmáticos
y desafiantes
alejan al que osa acercarse,
la mano derecha cierra con energía la pelliza
porque necesita ocultar algo.
La izquierda es una mano ausente
y reposa, si acaso existe,
fuera del cuadro
en el vacío que traza la horizontal.

En el retrato de 1498, el cuerpo radiante
y vestido de blanco
aparece dolorosamente girado sobre sí mismo
y tiene mi contextura:
el personaje oculta sus manos
en unos guantes de cabritilla:

solo yo sé qué hay debajo de ellos.

                                                            (De Una mesa en la espesura del bosque, 2010)

 

Antena

 

caminas por el borde del mar tocando con tu mano izquierda la pared herida de salitre
¿has pensado por qué lo haces?
tal vez la pared y el mar así lo han decidido y eres su instrumento
tal vez eres el único ser vivo en este malecón que no avanza ni retrocede y estás detenido en la pura cornisa observando cómo te acercas por la playa con un bastón metálico en la mano
lo clavas en la orilla porque es una antena y empiezas a transmitirle a unos imperdonables oídos futuros
que tienes que estar aquí sosteniendo con la mano izquierda la pared y con la derecha el mar vacío
pareces una isla en la que quisiera, casi dolorosamente, retirarme a vivir
pareces el ojo entreabierto del cielo que empieza a sangrar

 

 

Dos Madrastras

 

Esta mañana vinieron a buscarme dos Madrastras. Llamaron a la puerta con desesperación y me dijeron al unísono: No tenemos donde ir, déjanos quedarnos contigo: Podemos barrer toda la noche y zurcir tus calcetines: Sabemos cocinar platos inadmisibles de madrastras: También canturrear viejas canciones para dormir con esa voz de largos pozos de vino que brota en nuestras gargantas.

Lucían enjutas y era difícil reconocerlas en sus viejos trajes de un tiempo prohibido, pero las dejé pasar en un acto de justicia filial.

Cuando nací, Primera Madrastra, tenías 23 años. Ayer cumpliste 81 y cada día que pasa te pareces más a mí. Casi podría decirse que somos una sola cabra con las ubres colmadas de leche mezquina.

En cambio tú, Segunda Madrastra, no tienes edad. Te quedaste inmóvil en 1952. Físicamente la desproporción nos distanció y fuiste empequeñeciendo. Espiritualmente siempre me excediste y terminaste ocupando la noche inmensa en la que permanezco inmune a todos los cambios.

Ustedes, dos Madrastras, son mi error. Ustedes son mi ensalmo a la hora decisiva de la fiebre cuando no consigo dormir y me arropan con sus dedos llenos de agujas para tranquilizarme.

Lo que seré ya fui.

Y lo que fui es una nítida mañana en la que llegaron dos Madrastras para decirme: Vivamos los tres juntos una exigua vejez.

 

 

Esquema canónico

I

En el salón de clases vive el guardián del tiempo. Hace treinta años lo descubrí en un pupitre con su traje lleno de tizas y tijeras. Tenía lo que quedarán de mis facciones en la memoria de los alumnos, pero sus dedos eran más largos que los míos y culminaban en uñas afiladas para peor señalar.

Los verbos son ardorosos arcángeles, afirmé la primera clase que dicté. Los sustantivos son todas las cosas que caben en la tierra y en el cielo. Los verbos los recogen y abrazan para trasladarlos de un punto a otro punto, de un comienzo inexorable a un final impreciso. Los pronombres son los nudos que sostienen a los verbos y los sustantivos: Él o o Nosotros testificando esa traslación. Nos mentimos con su desplazamiento aparente que no avanza ni retrocede. Yo es un profesor inmóvil que abre los labios para articular una palabra. ¿Cuál será?, les pregunté en esa oportunidad a mis alumnos. Sabía que no podrían responder. Sabía que era una palabra esquiva o tal vez inexistente. Ellos bajaron los ojos y los ocultaron avergonzados en las mesas.

II

Desde hace treinta años todas las paredes son la misma pared. Cada estudiante es mi unigénito estudiante y en sus rostros se levantan idénticas la indiferencia, la desarmonía, la crueldad.

Imagina un evento que es crucial para ti, explica el guardián con una tiza, y sitúalo en algún punto de esta inmensa pizarra. Supón que el mismo evento se reproduce con la sola fiebre de las proliferaciones y reaparece en muchos otros puntos de la superficie. Traza líneas entre ellos. El intervalo que obtienes es el tiempo que te corresponde. Pero es una magnitud equívoca, sin transcurrir. Solo el vértigo de las repeticiones insustanciales, enfermas quizá y tristes, sobre todo tristes, como tus tardes en esta pizarra.

III

El año pasado apareció un mastín. Desde entonces permanece sujeto en un rincón de la clase y lleva el mismo bozal que Napoleón imaginó para su perro. El emperador mandó fabricar un complejo laberinto de plata que hacía muy difícil la respiración y apaciguaba así la ferocidad del animal. La furia de su naturaleza era neutralizada por la asfixia.

El mastín ya forma parte de mi paisaje académico como si se tratara de un mueble o un libro. Los alumnos se han acostumbrado al silbido del aire recorriendo el laberinto, toleran sus colmillos y la saliva blanca que le cubre el hocico.

La clase avanza dolorosamente una y otra vez, sentencia el guardián. Así tiene que ser. Siempre es el mismo aire comprobando la dureza de los caminos de plata. El próximo año queda atrás y ya no puedes distinguirlo. Ayer dirás las palabras de mañana. Te has esmerado en la exactitud de su reiteración porque ese es el secreto de tu sobrevivencia. Escúchalas chirriar ininteligibles en los belfos del perro y en los oídos de los estudiantes que cortarás como flores si es que ellos no lo hacen antes contigo.

IV

Cada inicio de ciclo me rindo a la ilusión de lo desconocido y ensayo variantes, ramificaciones. Me enamoro de la alumna más insignificante, la que tiene la mirada más huidiza. Es un amor invisible, introspectivo que solo aspira a extinguir la multiplicación de los días. Imagina el beso que nunca podrás ofrecerle, me dice el guardián señalándome con sus largas uñas, acaricia su peso y consistencia, síguelo en su recorrido por un largo hilo de piel. Construye un péndulo con el beso y entrégalo a la locura del movimiento. ¿No te das cuenta de que con su vaivén se empecina en confesarte algo inconfesable?

El beso es el verbo: un caballo que te lleva corriendo por la llanura del cuerpo. Los cascos golpeando son los sustantivos con todas las cosas vacías que caben en la tierra y el cielo. Desde el caballo ves una montaña o un árbol que nunca terminan de pasar. Tal vez el caballo galopa detenido y de nada sirven las espuelas. Tal vez la montaña y el árbol se mueven al unísono contigo. La luna de mármol que cuelga en el cielorraso del salón de clase es el ojo del tiempo: el pronombre más insignificante, el que tiene la mirada más huidiza.

V

Eres un perro arcángel, me dice el guardián del tiempo, entierras verbos y sustantivos como si fueran tesoros. ¿Tú crees que lo sean, profesor?

Yo no le contesto y con una tiza dibujo en mi rostro una sonrisa y mis ojos cerrados.

                                                                        (De La espalda es frontera, 2016)

 

 

Patografías

 

Los poemas son bacilos que observas a través del microscopio.
Bacilos de Koch
Bacilos de Yersin
Bacilos de Hamsen.

Los poemas son patografías.

Una patografía madura cuando resta.
Por eso :
No seas testimonial
No seas conceptual
No seas Lírico
No seas Confesional.

Los poemas son vectores de patografías. Son bosques quemados en los pulmones, ríos
en las circunvoluciones del cerebro.

Las patografías son corporales y emocionales, desprenden burbujas de sangre y
filamentos apasionados.

Las patografías necesitan cánulas, escalpelos, pulmones de acero, tijeras de Metzen, de
Cooper, de Mayo.

 Las patografías son ratas blancas experimentales.

Cuando un poema es patografía se vuelve incisión en el tiempo, un plazo de vida.

Los poemas patográficos son largas vendas de amor maculado, médicos y enfermos
transparentes.

Una patografía infecta. Extiende bubas, secreciones, esputo, estrellas.

Una patografía cura.

Una patografía es milagrosa, aunque sea insignificante.

Un poema patográfico va siempre más adelante que el autor. Descubre la enfermedad
más genuina que atesora, esa que él mismo no conocía o no había percibido.

Las patografías quedan en suspensión y se regocijan en su enfermedad hasta volverse
mis poemas.

Mis poemas cuidan sus bacilos, la música de las enfermedades.

Mis poemas nacen de una reproducción siamesa. Maduran, enferman, mueren.

Mis poemas son organismos colmados de bacilos.

Mis poemas son hermafroditas y se fecundan a sí mismos.

Mis poemas engendran hijos patográficos que serán algún día médicos y enfermos.

Mis poemas inventan al lector que los merezca.

                                                                                    (De: A mano umbría, 2019)

 

 

Carlos López Degregori nació en Lima, en 1952. Ha publicado once libros de poesía entre los que se cuentan Las conversiones (1983), Cielo forzado (1988), El amor rudimentario (1991), Aquí descansa nadie (1998), Retratos de un caído resplandor (2002) Una mesa en la espesura del bosque (2010) y La espalda es frontera (2016). Sus poemarios son los capítulos de un único libro titulado Lejos de todas partes 1978 – 2018 que ha escrito a lo largo de cuarenta años y que fue publicado a finales del 2018. Campo de estacas (2014), Herida de mi herida (2015) y 99 púas (2017) son tres antologías de su obra editadas en Colombia, Chile y España respectivamente.

El 2019 apareció A mano umbría, un volumen de límites borrosos que reúne memoria, testimonios, poemas en prosa, componentes de ficción, ensayos, y que puede leerse como la contraparte de Lejos de todas partes. Ha participado en numerosos encuentros y festivales de poesía. Sus poemas figuran en numerosas antologías peruanas y latinoamericanas. También ha publicado ensayos.

 

(Fuente: Tiberíades.Org)

 

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