lunes, 2 de agosto de 2021

Edward Hirsch (Estados Unidos, 1950)

 

 



Edward Hopper y la Casa junto a la vía del tren (1925)

 

Desde afuera, en punto del mediodía,
esa casa extraña y desgarbada tiene la expresión
de alguien que está siendo observado, de alguien que contiene
la respiración bajo el agua, en silencio, expectante;

esa casa tiene vergüenza de sí misma; vergüenza
de su fantástica buhardilla en el techo
y de su porche pseudo-gótico, vergüenza
de sus hombros y de sus manos grandes y torpes.

Pero el hombre detrás del caballete es implacable.
Es tan brutal como la luz del sol y cree que
la casa le ha hecho algo terrible
a la gente que alguna vez vivió allí

porque ahora está desesperadamente vacía,
debió haberle hecho algo al cielo
porque el cielo, también, está totalmente desolado
y desprovisto de significado. No hay

árboles ni arbustos por ningún lado: la casa
debió haber hecho algo contra la tierra.
La única presencia es un par de vías
que se prolonga en la distancia. Ningún tren pasa.

Ahora el extraño regresa todos los días a ese lugar
hasta que la casa comienza a sospechar que
el hombre, también, está desolado, desolado
e incluso avergonzado. Pronto la casa empieza

a mirar con franqueza al hombre. Y de algún modo
el lienzo blanco y vacío adopta poco a poco
la expresión de alguien que está enervado,
de alguien que contiene la respiración bajo el agua.

Y luego, un día el hombre simplemente desaparece.
Es la sombra de una última tarde que se mueve
a través de las vías, abriéndose paso
entre la penumbra de los vastos campos.

Ese hombre pintará otras mansiones abandonadas,
difusas ventanas de cafeterías y letreros mal grabados
de escaparates a las orillas de pequeñas ciudades.
Y siempre tendrán la misma expresión,

la mirada completamente desnuda de alguien
que está siendo observado, de un estadunidense desgarbado.
Alguien que está a punto de ser abandonado
una vez más, y ya no puede soportarlo.

 

  Trad. Alejandro Bajarlia

 

 

(Fuente: Ada lírica)

 

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