viernes, 5 de marzo de 2021

Eduardo Ainbinder (Buenos Aires, 1968)

 

 

Primero:

Llegará el día en que podré exclamar
a mis seres queridos, personal doméstico, proveedores en general:
Vengo de renunciar y estoy en éxtasis.
Segundo: en la construcción de la Gran Obra
apenas soy un insignificante operario;
en cuanto mis superiores se distraen
aprovecho para no hacer nada,
cuando intensifican los controles
le soy infiel al trabajo con la mente.
Tercero: si fuera mi tarea bajarles el pulgar uno por uno
a objetos que se ofrecen a la contemplación estética,
no le ofrecería el mismo brazo a una anciana decrépita
para pasearla por las calles,
además, a qué moverse de casa si sólo el metal
también lo blandengue se amoneda y circula.
Cosas que respondí, cuando me preguntaron
si mi experiencia fue significativa.

 



Como todos sabemos



debido a su fragilidad,
las burbujas se llevan mal con todo el mundo:
con los más pálidos reflejos,
con el ensueño de los conejos,
con los fantasmas al paso,
con todo lo que se les interpone
sin quererlo o quizás adrede,
con lo más vago, lo más leve,
y hasta con aquellos seres
que en suma debilidad
todos los días destruyen
imaginariamente sus vidas
no sin antes preguntar 
si puede lo pasajero y fugaz
permanecer un poco más.
Y sin embargo deberían
declararlas incapaces de provocar
otro sentimiento que no sea
el de la humana simpatía.



De: "¡Parense derecho!", Gog y Magog Ediciones, 2015

 

(Fuente: El poeta ocasional)

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