En la peor hora de la peor estación
del peor año, para todo un pueblo
un hombre salió del hospicio con su esposa.
Iba -iban los dos- andando al norte.
Ella tenía fiebre por el hambre y no le seguía el paso.
El la alzó y la cargó sobre la espalda.
Así fue caminando hacia el oeste, y al oeste y al norte.
Hasta que, ya de noche, bajo estrellas de hielo, al fin llegaron.
La mañana siguiente, los encontraron muertos.
De frío, de hambre. De las toxinas de una historia entera.
Pero los pies de ella estaban sobre el esternón de él.
El último calor de la carne de él fue el último regalo para ella.
Que ningún poema de amor llegue a ésto jamás.
Acá están fuera de lugar la alabanza inexacta
de las sencillas gracias y la sensualidad del cuerpo.
Sólo hay tiempo de hacer un inventario despiadado:
Que murieron juntos el invierno de 1847.
También, cuanto sufrieron. Cómo vivían.
Y qué hay entre el hombre y la mujer.
Y en cual oscuridad se ve mejor.
Traducición de Ezequiel Zaidenwerg
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