miércoles, 4 de agosto de 2021

Yorgos Seferis (Grecia, 1900-1971)

 

A un anciano en la ribera


                                                           A Nanis Panayotópulos.

Y, sin embargo, debemos pensar cómo avanzamos.
No basta con que sientas, ni pienses, ni te muevas,
ni pongas en peligro tu cuerpo en la antigua tronera,
cuando el aceite hirviendo y el plomo derretido surcan los muros.

Y, sin embargo, debemos pensar hacia dónde avanzamos.
No como nos obliguen nuestro dolor y nuestros hijos hambrientos
y la grieta de la llamada de los compañeros desde la otra orilla.
Ni como lo murmura la luz mortecina de un hospital improvisado,
el resplandor de clínica en la almohada del muchacho operado al mediodía.
Sino de otro modo. Tal vez quiera decir como el largo río
que nace en los grandes lagos encerrados en las profundidades de África
que fue dios, un día, y se volvió, después, camino y afluente y juez y delta,
que nunca es el mismo, como enseñaban los antiguos sabios,
y, sin embargo, conserva siempre el mismo cuerpo, el mismo lecho y el mismo signo, la misma
          orientación.

Sólo quiero hablar sencillamente, que se me conceda esta gracia.
Porque hemos recargado nuestras canciones de tanta música que se hunde lentamente.
Y hemos adornado tanto nuestro arte, que el dorado estropeó su rostro,
y es tiempo de decir nuestras palabras más humildes, porque nuestras almas se harán mañana
          a la mar.

Aunque el dolor es humano, no somos hombres únicamente para sufrir.
Por ello, pienso tanto, durante estos días, en el gran río.
Ese concepto que avanza entre plantas y entre hierbas,
entre animales que pacen y se sacian, entre hombres que siembran y cosechan
e incluso entre grandes tumbas y amargas viviendas de muertos.
Ese torrente que sigue su camino y que no es tan diferente de la sangre de los hombres
y de los ojos de los hombres, cuando miran de frente sin miedo en sus corazones,
sin la angustia diaria por las pequeñas cosas e incluso por las grandes,
cuando miran de frente como el caminante que se acostumbró a medir su camino con las
          estrellas.
No como nosotros días atrás, que mirábamos el jardín cerrado en la adormecida casa árabe,
tras la verja, el fresco jardincillo que cambiaba de aspecto, que crecía y adelgazaba,
cambiando nosotros también, al mirar, la forma de nuestro deseo y nuestro corazón,
en la gota del mediodía, nosotros, como pasta paciente de un mundo que nos rechaza y nos
          modela,
apresados en las redes irisadas de una vida que fue perfecta y se convirtió en polvo y se hundió
          en la arena,
dejando tras ella únicamente el balanceo de una palmera altísima que nos aturdió.
 
 
 

en Diario de a bordo II (1945), incluido en  Antología de la poesía griega. Desde el siglo XI hasta nuestros días  (Ediciones Clásicas, Madrid, 1997, ed. de José Antonio Moreno Jurado).


(Fuente: Asamblea de palabras)

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