Crónica de Chapi, 1965
Para Washington Delgado
Lengua sin manos, ¿cómo osas hablar?
Mío Cid
Oronqoy. Aquí es dura la tierra. Nada en ella
se mueve, nada cambia, ni el bicho más pequeño.
Por las dudosas huellas del angana
–media jornada sobre una mula vieja–
bien recuerdo
a los doscientos muertos estrujados
y sin embargo frescos como un recién nacido.
Oronqoy.
La tierra permanece repetida, blanca y repetida
hasta las últimas montañas.
Detrás de ellas
el aire pesa más que un ahogado.
Y abajo,
entre las ramas barbudas y calientes:
Héctor. Ciro. Daniel, experto en huellas.
Edgardo El Viejo. El Que Dudó Tres Días.
Samuel, llamado el Burro. Y Mariano. Y Ramiro.
El callado Marcial. Todos los duros. Los de la rabia entera.
(Samuel afloja sus botines.) Fuman. Conversan.
Y abren latas de atún bajo el chillido
de un pájaro picudo.
“Siempre este bosque
que me recuerda al mar, con sus colinas,
sus inmóviles olas y su luz
diferente a la de todos los soles conocidos.
Aún ignoro
las costumbres del viento y de las aguas.
Es verdad,
ya nada se parece al país que dejamos y sin embargo
es todavía el mismo.”
Cenizas casi verdes,
restos de su fogata ardiendo entre la nuestra:
estuvieron muy cerca los soldados.
Su capitán,
el de la baba inmensa, el de las púas
–casi a tiro de piedra lo recuerdo– en pocos días ametralló
a los doscientos hombres
y eso fue en noviembre
(no indagues, caminante, por las pruebas:
para los siervos muertos no hay túmulo o señal)
y esa noche,
en los campos de Chapi,
hasta que el viento arrastró la Cruz del Sur,
se oyeron los chillidos de las viejas,
ayataki,
el canto de los muertos,
pesado como lluvia
sobre las anchas hojas de los plátanos,
duro como tambores.
Y el halcón de tierras altas
sombra fue sobre sus cuerpos maduros y perfectos.
(En Chapi, distrito de La Mar, donde en septiembre,
don Gonzalo Carrillo –quien gustaba
moler a sus peones en un trapiche viejo–
fue juzgado y muerto por los muertos.)
“El suelo es desigual, Ramiro, tu cuerpo
se ha estropeado entre las cuevas y corrientes
submarinas.
Al principio, sólo una herida en la pierna derecha,
después
las moscas verdes invadieron tus miembros.
Y eras duro, todavía.
Pero tus pómulos no resistieron más
–fue la Uta, el hambriento animal de mil barrigas– y
tuvimos, amigo, que ofrecerte
como a los bravos marinos que mueren sobre el mar.”
Ese jueves, desde el Cerro Morado se acercaban.
Eran más de cuarenta.
El capitán –según pude saber–
sólo temía al tiempo de las lluvias
y a las enfermedades que provocan
las hembras de los indios.
Sus soldados
temían a la muerte.
Sin referirme a Tambo –cinco mil habitantes y naranjas–
doce pueblos del río hicieron leña tras su filudo andar.
Fueron harto botín hombres y bestias.
Se acercaban.
Junto a las barbas de la ortiga gigante
cayeron un teniente y el cabo fusilero.
(El capitán
se había levantado de prisa, bien de mañana
para combatir a los rebeldes.
Y sin saber que había una emboscada,
marchó con la jauría hasta un lugar tenido por seguro y discreto.
Y Héctor tendió la mano, y sus hombres
se alzaron con presteza.)
Y así,
cuando escaparon, carne enlatada y armas recogimos.
El capitán huía sobre sus propios muertos
abandonados al mordisco de las moscas.
No tuvimos heridos.
Los guerrilleros entierran sus latas de pescado,
recogen su fusil, callan, caminan.
Sin más bienes
que sus huesos y las armas, y a veces la duda como grieta
en un campo de arcilla. También el miedo.
Y las negras raíces
y las buenas, y los hongos que engordan y aquellos que dan muerte
ofreciéndose iguales.
Y la yerba y las arenas y el pantano
más altos cada vez en la ruta del Este, y los días
más largos cada vez
(y eso fue poco antes de las lluvias).
Y así lo hicieron tres noches con sus días.
Y llegados al río
decidieron esperar la mañana antes de atravesarlo.
“Wauqechay, hermanito, wauqechay,
es tu cansancio
largo como este día, wauqechay.
Verde arvejita verde,
wauqechay,
descansa en mi cocina,
verde arvejita verde,
wauqechay,
descansa en mi frazada y en mi sombra.”
Daniel, Ciro, Mariano, Edgardo El Viejo,
El Que Dudó Tres Días, Samuel llamado el Burro,
Héctor, Marcial, Ramiro,
qué angosto corazón, qué reino habitan.
Y ya ninguno pregunte sobre el peso
y la medida de
los hermanos muertos,
y ya nadie les guarde repugnancia o temor.
En Canto ceremonial contra un oso hormiguero, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1968
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Foto: Antonio Cisneros, Berlín, 1985 R. Von Mangoleit/Centro Cultural Inca Garcilaso
(Fuente: Otra Iglesia Es Imposible)
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