Documento de identidad
Por mas que, como dicen en broma mis amigos, los kurdos son famosos por severos,
yo fui más delicado que una brisa veraniega, al abrazar a mis hermanos en los cuatro confines de la tierra.
Yo fui el armenio que no creyó en las lágrimas debajo de los párpados
de la nieve de la historia
que cubre tanto a los asesinados como a los asesinos.
¿Es tan grave, después de lo ocurrido, que arroje mi poesía al lodo?
En todos estos casos, fui un sirio de Belén que entonó las palabras de su hermano armenio, y fui
un turco de Konya que atravesó la puerta de Damasco.
Hace poco, al llegar a Bayadir Wali al-Sir, me reicibió la brisa, la única que sabe qué significa ser
de las montañas del Cáucaso, tener por compañía única tu dignidad y los huesos de tus
antepasados. Y tan pronto pisó mi corazón tierra argelina, no dudé ni un segundo de que estaba
en Amazigh.
Y, fuera donde fuera, me creían iraquí, y no se equivocaban. Y algunas veces creo ser egipcio,
que vive y muere una y otra vez a la orilla del Nilo con mis ancestros africanos.
Y antes de todo eso fui arameo. Por eso no me extraña que mis tíos hayan sido bizantinos ni que
yo fuera un hijo de Hejaz mimado por Omar y por Sofronio cuando se abrió Jerusalén.
No existe lugar que haya resistido a quienes lo invadieron si yo no me contaba entre su pueblo, no
hay hombre libre con quien no me liguen lazos de parentesco, y no hay un solo árbol ni una nube
con los que no esté en deuda.
Y mi odio a los sionistas no impedirá que diga que también fui un judío al que expulsaron de
Andalucía, y que hasta el día de hoy le hallo sentido a la luz de eso ocaso.
Tengo en mi casa una ventana que da a Grecia, un ícono que apunta a Rusia,
un dulce aroma que llega todo el tiempo de Hejaz,
y un espejo: no bien me paro frente a él me veo sumergido en primavera en los jardines
de Shiraz, de Isfaján, de Bujará.
Y por menos de esto, uno no es árabe.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
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