jueves, 4 de marzo de 2021

Héctor A. Murena (Buenos Aires, 1923 - 1975)

 

 

De La vida nueva

(1951)

 

HIMNOS A LA NOCHE

 

I

Con qué corazón, con qué ánimo cantarte, noche,

en esta ciudad triste como una gran niña sorda

que no podía desearnos, entre hombres fatigados

por el peor de los males, por la espera, que venían

a repetir en vano desde todas partes los llamados,

las comidas, las frustradas fiestas, a mancharte

sin saberlo, simulando en tus umbrales el inefable ruido

que es el mundo en los días de la vida verdadera?

Íbamos solos y callados por calles, por iluminadas

avenidas,

nos mirábamos sin paz, como sacerdotes amenazados,

en nuestra piel contábamos el paso del tiempo,

en la vaga angustia de una mujer que nos quería,

mientras sentíamos siempre entre los dientes el gusto

honroso y mortal de un fruto de silencio que ardía.

Y ese fruto era el válido homenaje de nuestras voces

que el alba a veces premiaba con su turbia amnistía.

 

 

 

 

De El Círculo de los Paraísos

(1958)

 

TRES ELEGÍAS

 

I

Sólo

en la gran soledad,

me descubro,

yo,

que sentí acudir la dicha

desde todos los puntos de mi cuerpo,

mi alma,

que en los años del tiempo celeste

sobre el enigma de tu rostro cándido

en círculo se cerraba, y desde allí

crecía cubierta de sortilegios diurnos,

no soy, no soy,

derivo, pesado,

porque no me fijas ya

en el agua de negros sueños

en que se ha tornado bruscamente este mundo,

seguido por vanos consuelos,

frases mordaces y estigmas funestos,

hacia la nada transcurro,

mientras contemplo tu recuerdo,

ese amor tuyo que fue también el mío,

el amor, paisaje más hermoso que la belleza,

más infinito que la ternura, el amor,

lugar recóndito al que una vez entramos

y al que ninguno de los dos

volverá a saber nunca cómo regresar.

 

 

 

De El escándalo y el fuego 

(1959)

 

I

Una noche mordí

aquella pepita,

el inconfundible

gusto de mí mismo.

Desde entonces huyo.

¿Qué es ese temblor

hacia el que corro,

ese viento del que no sé

si es el ser o el no ser?

Cuando me vuelvo

lamen mi cara

las llamas

de la ciudad incendiada.

 

XL

Negamos

a Dios.

Pero

no osamos

andar

desnudos.

Sordos,

ciegos,

en el atardecer

que es el tiempo,

en el vergel

terreno,

oímos

incesantemente

la voz

que nos reclama:

¿Dónde estás?

¿Qué has hecho?

 

 

(Fuente: Eterna Cadencia)

 

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