El viento:
Diré apenas que tú y yo amábamos el viento.
Un planeta hueco de frondas y bambúes viene a por nosotros por entre los manglares, modelándonos con su carne sin peso, animando aspas de molino, hélices de insecto y de metal allá en el patio soleado de luna.
El viento, con su aire guardado, en medio del incendio infinitamente nuestro va y viene cargado de silencio, y se nos despega del cuerpo como la palabra castidad.
Su renombre claro, su más allá de oro, su pedrería de pájaros y hojas.
¿Por qué no, ahora y para siempre, andar desnudos? ¿Ofrecer, ahora y para siempre, nuestra desnudez lúbrica y piel roja?
Amamos el viento febril de las espinas, prendido de fueguitos donde arrojar lo dulce y lo triste, como el árbol derribado que embellece la muerte.
¿Será que somos esto, una algarabía pequeña dentro del abrazo, un caminar tranquilo por largos corredores de gatos y de flores incurables que sonríen al vernos pasar, viento que desflora los campos reduciéndolos al mecanismo ingenioso y simple del sexo y las estaciones?
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